Aunque se hace poco uso de esta prerrogativa, existe el derecho a hacer cosas que no gusten a nadie más, la renuncia expresa a tratar de caer bien a todo el mundo. Bajo esta divisa, Man Ray creó su personal mundo visual y a este espíritu se enconmienda Oskar Alegría para rodar una película que celebra no ya la libertad, sino algo mucho mejor: el libertinaje. Con la excusa de localizar la casa de Bidart en la que el artista estadounidense filmó en 1926 su poema cinematográfico «Emak Bakia», el director teje un filme hecho de azares en el que encuentran acomodo desde una tumba de payaso en el cementerio de Biarritz hasta indagaciones en torno a lo relativamente horizontal que es el horizonte, pasando por preguntas tales como a dónde van las palabras cuando mueren. Frente a la cámara del director, desfilan, Bernardo Atxaga con una linterna, Ruper Ordorika con una guitarra, el escritor francés Tonino Benacquista, un comité de empresa, un superviviente del campo de concentración alemán de Schachenhausen, el último vecino del pueblo que recuerda la denominación euskérica de las rocas submarinas del litoral y hasta una princesa rumana que se apellida igual que la acompañante del rey en la famosa cacería Bostwana y que -oh, azar- colecciona a sus noventaytantos años figuritas de elefantes. En los fotogramas de esta película hipnótica también caben las agitadas pesadillas de una piara de cerdos o las imágenes absurdas que graba una cámara durante diez metros de caída libre. «La casa Emak Bakia» es todo lo que «Aita» quiso y no pudo ser. La cinta deslumbra porque construye sin imposturas una forma de belleza que por desenfadada e inusual resulta casi subversiva. Y por todo esto fuera poco, regala al espectador un final que es toda una invitación a brindar, copa en mano, por nuestras pequeñas y absurdas existencias.