Cada vez que un detenido en régimen de incomunicación denuncia torturas, alguien está cumpliendo al pie de la letra las instrucciones de ETA: o el arrestado o los arrestadores. No hay más posibilidades porque o la denuncia es cierta o es falsa, y las dos opciones constituyen un delito. Es por lo tanto obligación del juez investigar cuál de las dos partes lo ha perpetrado. En el caso de Martxelo Otamendi, ningún juez lo hizo y por eso el Tribunal Europeo de Derechos Humanos dictado condena contra España. El razonamiento lógico obliga a preguntarse qué manual pudo seguir en este caso el detenido al denunciar torturas durante los cinco días que pasó incomunicado si los tribunales le absolvieron de todos los cargos y decretaron su inocencia de los delitos de los que la Fiscalía le acusaba.
La tortura es una práctica tan abyecta y ominosa que sus solapados partidarios han renunciado a justificarla públicamente mediante el recurso a cualquier tipo de argumento, incluido el de que es una práctica que ayuda a evitar nuevos atentados. Al fin y al cabo, nadie renuncia voluntariamente al bello ejercicio de estilo que consiste en proclamarse un insobornable defensor de los derechos humanos para pasar a autorretratarse como una bestezuela. Por eso, la tortura en España no se investiga, ni se desmiente; hacerlo implicaría admitir su posibilidad. Por esa misma razón, ningún partido político español ha prometido jamás erradicarla porque ninguno admite su existencia. No se puede eliminar lo que no se da; cuando hay tortura no hay investigación; la solución radicaría en que la frase admite también formularse en formato viceversa: si hubiera investigación, no habría torturas. La incomparencia de la una permite la pervivencia de la otra.
Ausente de la política, tabú en el Congreso, inexistente en el arte que imita a la vida, la omisión de la tortura en cualquier expresión artística española resulta ensordecedora. A excepción quizás de Pilar Miró en ‘El crimen de Cuenca’ -con un consejo de guerra como resultado-, o alguna escena de ‘El Lute’, de Vicente Aranda, no hay mucho más rastro de una práctica tan acendrada. Leer el candoroso retrato que Antonio Muñoz Molina realiza en ‘Plenilunio’ sobre la estancia de un agente en el País Vasco o, por recurrir a la actualidad, las melifluas confesiones sobre el trato que los detenidos recibían en comisaría en la España de 1978 que Javier Cercas pone en boca de un policía en su reciente novela, ‘Las leyes de la frontera’, producen un bochorno horroroso, casi pena. Me gustaría decir que todo esto respira miedo, pero mentiría porque es aún peor: atufa a esa indiferencia propia de quien percibe todo esto como un asunto menor, casi anecdótico y sin mayor importancia.
Volviendo al principio, sería horrible descubrir que esa Guardia Civil para la que UPyD reclama honores y el título de hija predilecta del País Vasco ha obedecido a lo largo de tantos años la voluntad de ETA expresada en sus manuales. Horrible.