Ha tenido que ser a través de la industria de los derivados lácteos como nos hemos enterado que la vieja máxima de Neil Young “es mejor quemarse que apagarse lentamente” era una falacia. Lo siento horrores por Kurt Cobain, que la llevó hasta sus últimas consecuencias. Sin embargo, lo cierto es que los yogures que siempre caducaron dejarán de harcelo a partir de ahora, la mayor revolución nutricional desde la multiplicación de los panes y los peces, y la conversión del agua en vino. Si hemos de fiarnos del ministro de Alimentación y Medio Ambiente, el ya de por sí un tanto rancio Miguel Arias Cañete, los yogures seguirán siendo aptos para el consumo hasta que pierdan su olor, sabor y textura original, homologándose así a los criterios implantados por Hollywood en materia de galanes.

Después de adoptar durante décadas la normativa alimentaria europea en materia alimenticia hasta niveles paranoicos, resulta que la caducidad era más bien un estado de ánimo. Ya no hace falta morir joven para dejar un cadáver bonito: las ingentes cantidades de conservantes inherentes a cada pack te garantizan una momia, si no hermosa, al menos sí longeva. Así lo atestiguan recientes exhumaciones. La campaña ‘Más alimentos, menos desperdicios’ obvia a las sucesivas oleadas de menesterosos que cada noche se ven obligadas a peinar los contenedores de basuras, si hemos de fiarnos de las portadas de ‘The New York Times’. Una vez más, se demuestra que la sociedad siempre va un paso por delante del legislador.

Por otra parte, tampoco conviene descartar que el destino final del yogur revenido acabe siendo el plato cuadrado. En su tránsito entre la estantería de la gran superficie y las dependencias Vitaldent Style de cualquier Culinary Center, el yogur perderá algunas de sus propiedades, pero multiplicará su precio por cinco. Basta con elaborar un aparato teórico que equipare yogures y vinos. “Y de postre, creo me decantaré por un Yoplait del 92”. Cosas más raras hemos leído en las conversaciones del Banco de Sabadell.