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Alberto Moyano

El jukebox

Siempre quise vivir a 300 metros de un político

Primero anunciado y luego matizado, el proyecto de impedir los escraches a menos de 300 metros del domicilio del político en cuestión hubiera privado de esta forma de protesta a cuantos ciudadanos vivieran en un radio inferior a esta distancia, al menos, ejercida sin salir de casa. Luego, salió el ministro del Interior a rectificar a su ‘número dos’ y aclaró que cada escrache tendrá su propio perímetro de seguridad, según un escrupuloso cálculo derivado del posicionamiento ideológicamente del objetivo de la protesta: cuanto más centroderecha, mayor distancia; cuanto más psoecialista, mayor proximidad. No es que vaya a introducir grandes diferencias, dado que todo el espectro político español tiene su segunda residencia en pleno corazón del neoliberalismo.

En Madrid, los 300 metros pueden traducirse en que convoques un escrache frente al domicilio de Sáenz de Santamaría y termines haciéndolo chez Vestrynge o que vayas a protestar a la casa de los Botella-Aznar y acabes concentrándote ante la villa de Víctor Manuel y Ana Belén, todos ellos compañeros de urbanización. En Donostia, el metro cuadrado de vivienda más caro de España, los dirigentes políticos tampoco dejaron nunca que sus divergencias ideológicas se interpusieran en sus preferencias inmobiliarias: hubo un tiempo en el que dirigentes jeltzales, directivos de Petronor, el alcalde socialista de la ciudad y la líder del PP vasco compartían vecindario, en régimen inferior a los 300 metros, justo por donde ahora potea la izquierda transformadora. Por estas calles se encontraban a la hora en la que unos paseaban al perro y otros bajaban la basura, o coincidían en el área de delicatessen del supermercado del barrio. Ahí se sembraron los cimientos de la futura convivencia entre diferentes porque una cosa son los naturales desencuentros políticos, fiel reflejo de una sociedad plural como la nuestra, y otra, la homologación de las preferencias a la hora de invertir en bienes inmuebles.

Cualquier intento de desentrañar el plano de la ciudad a partir de los domicilios de los políticos está abocado a toparse con un magma que, a partir de presupuestos ideológicos, resulta indescifrable. Hay que recurrir al factor ingresos para poner orden y ahí sí que la ciudad se divide en tres estratos: barrios obreros, sin políticos empadronados; barrios residenciales, con poco cargos públicos entre su vecindario dada la mala prensa de la ostentación; y barrios caros, para rentas altas, propios de profesionales liberales, directivos medios y altos, y cargos cualificados. Ahí se concentran la mayoría de nuestros políticos. En último extremo, su única patria es Ikea y cualquier cosa con trazas de caballo, su plato nacional. En el-quiero-y-no-puedo entendido como la forma más elevada de practicar el mediopelismo encuentran aquello que les une -y por delegación, nos une- al margen de cualquier diferencia insoslayable en sus formas de ver el mundo, al fin y al cabo, un lugar lleno de oportunidades.

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