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Alberto Moyano

El jukebox

Por qué me gusta leer, maldita sea

Superado una vez más el 23 de abril, el lector puede exclamar de nuevo: ¡Por fin solos! Según el tópico, la festividad de Sant Jordi sirve para que “los libros salgan a la calle” al encuentro de unos ciudadanos que palidecen ante la posibilidad de entrar en una librería, pero dotados del arrojo suficiente como pasarse la tarde probándose ropa en una franquicia presidida por enormes pantallas de plasma que bombardean colorines y ambientada por una ensordecedora música electrónica que al parecer no tiene principio ni fin.

Llegada una edad, uno termina por asumir que la presencia de un libro siempre resulta sospechosa. Ningún otro objeto despierta tantas suspicacias. Con el tiempo, he aprendido a disimular. Recuerdo que cuando le dieron el Nobel a Imre Kértesz cometí la imprudencia de airear que había leído su novela ‘Sin destino’, lo cual me valió unos cuantos comentarios jocosos en tono “¿ah, sí, eh? Pues ya nos la contarás”. Ni que decir que aún están esperando. Desde entonces, aprovecho las deliberaciones de la Academia Sueca para ensayar ante el espejo gestos de genuina sorpresa, no deseo que ningún fanático de ‘El Código Da Vinci’ se sienta humillado por mi mala cabeza. He observado que este fenómeo no se produce en el caso de la música o el cine, aunque ignoro la razón. Por otra parte, ningún grupo terrorista ha enviado nunca un CD-bomba o un blue-ray-bomba.

Por otra parte, cada vez que veo a un contingente de aficionados ‘renacidos’ a la lectura enumerando el sinfín de virtudes que acompañan este hábito me siento como si me ilustraran sobre las ventajas del sexo con un ejemplar del libro de familia numerosa. Virtudes, por otra parte, de las que desconfío profundamente, dado los innumerables ejemplos de todo lo contrario con los que nos ilustra la historia. Por cierto, encuentro fascinante que la mafia napolitana o el ayatollah Jomeini consideraran que algo tan desprestigiado como un libro pudiera convertir a su autor en acreedor a una sentencia de muerte.

En resumen, el primer perplejo soy yo. Cuando digo por qué me gusta leer no me dispongo a elaborar un razonamiento, sino que estoy formulando una pregunta a la espera de que alguien me proporcione una explicación, cuanto más falsa e imaginativa, mejor. Jamás recomendaría a alguien que leyera y de verme obligado, lo haría por escrito. No soy consciente de haber tenido la posibilidad de elegir cuidadosamente ni una sola de mis pasiones, tampoco ésta. Simplemente, uno aprende a leer y para cuando quiere darse cuenta, entre el placer y la felicidad, ha elegido el primero y ya no hay forma de dar marcha atrás.

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