Encarcelado hace cuatro años por aclamación, Arnaldo Otegi constituye hoy en día un incómodo caso que reúne todos los ingredientes necesarios para emborronar cualquier carrera judicial con las ínfulas apuntando a un futuro como defensor de los Derechos Humanos. Empieza a resultar una tarea costosa encontrar entre la judicatura a partidarios de su permanencia en prisión y descartados Bermúdez y el ex Baltasar Garzón, probablemente también Santiago Pedraz, habría que recurrir a los martillos de herejes con toga, tipo Grande-Marlaska o Ángela Murillo.
Por contextualizar, en un país en el que el ministro del Interior habla con desparpajo de recurrir a “la ingeniería jurídica”, Garzón está ahora muy ocupado en denunciarse víctima de la “construcción de imputaciones” , mientras que Bermúdez defiende que la legalidad del encarcelamiento de Otegi a la vez que invita abiertamente y ante las cámaras de televisión a su interlocutor a leer en sus ojos lo contrario que dice su boca. Malo cuando la administración de Justicia renuncia a legitimarse y pasa a justificarse, casi diríamos que a excusarse.
Digamos que todo el mundo alberga sus ambiciones profesionales y empieza a cundir la sospecha de que, a fin de no entorpecerlas, quienes más implicados estuvieron en la sentencia contra Otegi son ahora los más interesados en su excarcelación. Al fin y al cabo, resulta complicado sostener que Bateragune era la reconstrucción de Batasuna si consideramos que ésta última era un instrumento de ETA. La perspectiva de ser uno de los hombres que condenó a Otegi empieza a hacer que algunas piernas flaqueen porque la vida da muchas vueltas y el pasado se ha vuelto imprevisible.
En cuanto a la doctrina Parot, tras el primer varapalo de Estrasburgo, le llega el segundo, esta vez, de la mano de Bermúdez, uno de sus impulsores, quien cuestionado sobre el tema, renuncia a argumentar la legalidad de aplicación reatroactiva y sale por peteneras explicando que no puede ser penalmente lo mismo cometer un asesinato que tres atracos con cuchillo. (Breve paréntesis: que tres atracos a punta de arma blanca puedan castigarse con 25 años de cárcel dice mucho sobre el ordenamiento judicial español y explica por qué somos plusmarquistas europeos en población reclusa). La argumentación de Bermúdez hace aguas por dos vías: por un lado, nos introduce en una espiral que, atendiendo a los criterios de proporcionalidad, sólo puede desembocar en la pena de muerte mediante garrote vil para algunos delitos; y por otro, no aclara qué hacen entonces en la calle convictos como Galindo, Amedo, Barrionuevo, Vera y Sancristóbal.