Los mismos que miraron hacia otro lado cuando el invierno decidió retomar su virulenta actividad en plena primavera, justifican ahora su sueldo advirtiendo del posible retorno de una ETA escindida. Lo hizo el fiscal Bautista durante el juicio que intentará determinar si la melopea de Josetxo Ibazeta puso en riesgo más vidas que la de Miguel Ángel Rodríguez.
Aquí colisionan dos versiones emitidas desde estructuras estatales de las que se presumía que trabajaban juntas. Por un lado, la de ese sector del Gobierno, que ha visto la larga mano de ETA detrás de los ‘indignados’, la Plataforma de Afectados por las Hipotecas, los escraches, los asaltos a Mercadona, la ocupación de fincas y el aborto. En efecto, se antoja complicado mantener la disciplina en el seno de un ejército tan vasto como heterogéneo. Por otro, están los informes policiales, que cifran el número de militantes de ETA en una veintena de miembros desperdigados por Europa en parejas, lo que convertiría cualquier escisión en un programa de ‘Bricomanía’ dedicado en exclusiva a desgranar las aplicaciones del serrucho.
Si cruzamos los datos de Interior en torno a ‘liberados’ y a arsenales, el resultado sería veinte pistolas y una notable cantidad de explosivos por activista, necesitarían de comandos en versión vuelos no tripulados para desarrollar su actividad. Ni los Grapo en su fase terminal fueron sometidos a tantas vejaciones, ahora mismo ETA es un guiñapo agitado por múltiples manos, entre otras, las del personal de una Audiencia Nacional que se comporta como el amedrentado profesor que teme quedarse sin asignatura a impartir durante el próximo curso. Pero si ETA vuelve, sus capuchas ocultarán más la frente marchita que sus identidades, con el riesgo añadido de acabar pedaleando en el vacío y sin cadena. Más o menos, lo que le ha pasado a Aznar, por entendernos.