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Alberto Moyano

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Ésta es una democracia saria, sepia, siria, sobria, súplica

Cualquier alocución que arranque con la frase “ésta es una democracia seria” aplicada a España nace lastrada por una tara congénita que le obligará a recibir continuos cuidados paliativos durante el resto de su efímera existencia. Ninguna democracia seria se ve obligada a recodar que lo es, al igual que ninguna persona seria se presenta bajo esa etiqueta. Hubo una época en la que la denominación de la mitad de las dictaduras del planeta comenzaba por “república democrática”.

Un presidente que no se salta un solo recibimiento a deportistas con medalla, plusmarquista de lo que sea y campeones de tierra batida en sede gubernamental no puede estar saliendo a la palestra en el Parlamento cada vez que un dirigente de su partido le acusa ante el juez de haber estado cobrando sobresueldos mientras exigía austeridad.

Por mucho que la recicles, la opinión pública española siempre termina por arrojar una fracción resto indomesticable y dispuesta a abonarse a cualquier versión, no ya por rocambolesca que resulte, sino mejor cuánto más rocambolesca. Así, entre nosotros hay un porcentaje indeterminado de votantes firmemente persuadido de que los médicos de Osakidetza mienten y que Floriano dice la verdad.

‘The Economist’ se interroga en su edición de hoy por la “inexplicable tolerancia a la corrupción”, pero si fallas en el diagnóstico, difícilmente acertarás con el tratamiento. No es “tolerancia”, es complicidad; no es “inexplicable”, sino coherente. En lo de “corrupción”, al menos, ha acertado plenamente.

Rajoy es el único seguidor del Tour de Francia al que la certeza de que todo cuanto transcurre ante sus ojos es consecuencia de la farmacopea masiva no le empaña un ápice el entusiasmo. Al contrario: empatiza. Así en el ciclismo como en la economía, a Mariano también le gustaría que las cosas fueran de otra forma, pero al igual que Armstrong “estoy haciendo lo que tengo que hacer”. Si fuera posible cumplir los objetivos de otra forma, ni Lance se hubiera dopado, ni el Gobierno hubiese subido los impuestos. Por cierto, incumpliendo ambos su palabra.

No dar pábulo a presuntos delincuentes, tal y como se nos exige desde el consejo de ministros, significaría creer que Urdangarin no sabía lo que hacía Diego Torres, ni la infanta lo que hacía Urdangarin; que Rajoy se equivocó de número en su última llamada a Bárcenas; que Bárcenas no trabajó para el PP, ni este partido le siguió abonando el sueldo tras su despido y pagando la defensa tras su imputación.

En medio de semejante escombrera, las posibilidades de que la marejada pepera arroje náufragos a la orilla socialista son nulas, lo cual evita ahondar en el tema. El hundimiento del país cogerá al PSOE debatiendo la ponencia federalista tras zanjar en falso por enésima vez el debate nuestro de cada día sobre la necesidad o no de convocar primarias.

 

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