La progresiva infantilización de la sociedad y el decreciente número de vocaciones religiosas que optan por consagrar su vida a las Misiones del Domund han hecho síntesis en una nueva modalidad de indignación popular que desemboca en la exigencia de que los medios ejerzan la autocensura. El reportaje sobre el presunto coautor de los atentados de Boston Dzhokhar Tsarnaev que la edición estadounidense de ‘Rolling Stone’ lleva a su portada de este mes ha desatado la ira de los santurrones de guardia en perpetua vigilancia, que hubieran preferido ver en portada a alguna de las víctimas, a poder ser, algún superviviente con las piernas amputadas y en pleno trance de superación, en definitiva, alguien de quién extraer una lección positiva que nos arranque una obscena sonrisa al término de la lectura. Por supuesto, se descarta a cualquier herido que no haya logrado superar aún las secuelas y con síntomas de resignación.
En realidad, el reportaje de ‘Rolling Stone’ se inserta de lleno en una tradición liberal que ha permitido que la revista dedique a lo largo de los años amplias informaciones en torno a eso que los bienpensantes despachan con el confortable apelativo de “monstruos”, retórica destinada a simular su condición profundamente humana. Hoy en día, aún quedan muchos más seguidores de Lennon que de su asesino -uno de los más fervientes, no hay que olvidarlo-, pero es probable que haya más adoradores de Charles Manson que de Sharon Tate. En cualquier caso, las anónimas víctimas de la masacre de Boston merecen el recuerdo, pero están desprovistas de interés, dado su carácter involuntario y carente de motivación. No así el presunto terrorista. Esto lo saben muy bien las agencias de inteligencia, que al igual que ‘Rolling Stone’, se han centrado en investigar a Tsarnaev, en el caso de la revista, mediante un reportaje “muy bien documentado”, en palabras del disgustado gobernador de Massachusetts, Deval Patrick.
Curiosamente, estas reclamaciones de honda raigambre humanitarista siempre apuestan por los forzados paralelismos, mejor cuando más retorcidos, aún a costa de pervertir el significado de las palabras. Puestos a sustituir a Tsarnaev, qué mejor que llevar a portada el rostro de alguno de los militares malabaristas especializado en el manejo de drones para demostrar que las siniestras actividades del joven caucásico no son incompatibles con el ejercicio del bien supremo, todo se reduce a una cuestión de enfoque que destierra, eso sí, el concepto de “monstruo”, el sofá sobre el que se recuestan las conciencias felices.