Del extenso catálogo de razones que se han esgrimido en estos últimos días en torno a una eventual desanexión de Igeldo, encuentro muchísimas que aconsejarían votar ‘no’ en una eventual consulta, pero ninguna que refute la conveniencia de celebrarla. Cada argumento esgrimido, ya sea de carácter político, económico, histórico o esotérico, podría servir –en el mejor de los casos– para persuadir a los habitantes de Igeldo de la conveniencia de permanecer tal cual, pero no para privarles del derecho a expresar finalmente su opinión sobre el tema. Me pregunto qué interés tendrá para una ciudad retener por la fuerza un barrio en contra de la opinión mayoritaria de sus habitantes, si es que así fuera. Precisamente, para aclararla, nada mejor que una consulta en la que haya espacio para el debate enriquecedor y, finalmente, para el sufragio resolutivo.
Recapitulemos: Igeldo es ahora mismo esa remota zona residencial en la que se refugian los titulares de las rentas más altas de nuestra ciudad que han tenido el suficiente buen gusto como para renunciar a las McVillas que proliferan en la periferia y al hacinamiento en esa especie de favela para nuevos ricos que pone cerco a un lugar tan inhóspito como es la zona de hospitales.
De pueblo de caseríos a barrio de piscinas, cada vez que subo a Igeldo me encuentro con la misma mezcla de ruralismo al estilo Bernardo Atxaga y urbanización propia de los mejores cuentos de Cheever.
Visto desde aquí abajo, lo máximo que podemos perder es una de las líneas de la compañía municipal de autobuses. Eso sí: ahí le quiero ver al que le toque explicar al jurado internacional del 2016 que por el camino, entre una cosa y otra, hemos perdido un barrio. En concreto, el que acoge el Faro de la Convivencia-Semillero de Paz y Concordia. De verdad, no se rían, que esto es muy serio. No creo que se haya dado un caso igual en la historia de las capitales culturales europeas.