A día de hoy, los artículos indagatorios en torno a las supuestas causas del accidente ferroviario de Santiago se ven ampliamente superados en número por los que chapotean en el tratamiento informativo del mismo. Aquí, la anécdota de uno se eleva a categoría de todos y este fenómeno explica la urgencia que los periodistas sentimos a la hora de dejar meridianamente clara nuestra decencia. En momentos como éste, en el que todos los informadores resultan sospechosos de paniaguados, incompetentes, manipuladores y/o encubridores, nada tan redentor como adelantarse a los acontecimientos y salir a la palestra señalando con el dedo a otros.
En cuanto a la acusación de ‘todólogos’, se disipa en cuanto uno pide una investigación a fondo e imparcial que determine la irresponsabilidad del maquinista, si es posible, absoluta, si no lo es, al menos parcial. Ya se sabe que no hay mejor forma de diluir las responsabilidades que compartirlas, entre cuantos más, mejor. De este principio emanan pasmosos hallazgos cuyo mero enunciado deja rendida de admiración a la audiencia, tipo: “Nunca hay una sola causa”. Sin embargo, después de leer más allá de lo razonable ingentes cantidades de información en torno a balizas, sistemas de frenado y otras aplicaciones tecnológicas, lo que aún nadie ha explicado es por qué cientos de trenes habían acometido con anterioridad esa curva, pero ningún otro a 200 kilómetros por hora, ni siquiera los sindicatos incapaces de organizar un solo plante en años ante un trazado temerario.
Cada vez que oigo hablar de plataformas periodísticas de prepago me echo a temblar. Bastante duro resulta tener un jefe como para cargar con mil, todos ellos de perfil monoteísta y con maneras de miembro de consejo de administración. La infinita comprensión ante los errores humanos se disipan cuando el que los perpetra es un periodista. Y hasta los datos más ominosos de cuantos han salido a la luz serían esgrimidos como prueba irrefutable de opacidad y de hasta censura de haber permanecido en la penumbra informativa.
Ante este panorama, comprenderán la imperiosa necesidad por parte columnistas de zambullirse públicamente y a la vista de todos en las aguas de las opiniones hegemónicas porque quienes acusan a la prensa de mercenaria son los menos dispuestos a transigir con menor disidencia respecto a la opinión de quien, en el mejor de los casos, la paga. Así, durante los últimos días el número de periodistas expertos en ferrocarriles ha rivalizado, aunque a la baja, con el de ciudadanos expertos en periodismo. La síntesis de esta controversia no se alcanzará hasta que los redactores conduzcan los trenes y los tuiteros, los telediarios. Dicho lo cual, sospecho que unos y otros vamos a 200 en tramos en los que deberíamos circular a 90.