El lenguaje de los medios, y por extensión de la sociedad, camina en dirección contraria al de la ciencia, lo cual dificulta enormemente la descripción de los problemas y su resolución. Mientras ésta avanza en el terreno de la precisión, afinando los diagnósticos, personalizando los tratamientos, nuestras expresiones se lanzan en picado en brazos de la simplificación. Cuanto más complejo es el problema, más sencilla es su denominación. Así, en un alarde de trazo grueso, seguimos hablando de “la lucha contra las drogas”, “la guerra contra el terrorismo” o “la violencia machista” para referirnos a fenómenos extremadamente heterogéneos, malgré Aznar y la DEA. No necesitamos más palabras, ni siquiera neologismos, tan sólo un mayor esfuerzo de precisión en su uso.
Dado que nada es exactamente lo que sabemos sobre el caso del anciano que dio muerte a su mujer enferma terminal de Alzheimer antes de suicidarse lanzándose por el balcón, conviene desechar el término “violencia machista”, aunque sólo sea por el agravio comparativo que supone frente al marido abandonado que mata a su mujer por despecho. Octogenarios, es fácil aventurar que convivían desde hace seis o siete décadas, supongo que para nadie será fácil desentrañar sesenta años de intimidad, aunque habrá que quererse u odiarse mucho para atravesar juntos ese tiempo. Nadie sabe si el suceso fue el fruto de un pacto sellado hace cinco años o el de un arrebato fraguado en cinco minutos. La única certeza empieza y acaba en las dos muertes y a partir de ahí, la especulación sustituye a los hechos.
Por desgracia para los fanáticos de las estadísticas, resulta complicado encasillar este suceso en el listado correspondiente a la violencia machista sin forzar presunciones y supuestos. La resignación constituye uno de los aprendizajes más complicados, convendría empezar a asumir que casi nunca lo sabemos todo y la mayoría de las veces, absolutamente nada. Si con esos mimbres emitimos nuestro juicio, no cabe esperar gran cosa de las concluciones expuestas en forma de fallo.