Lo bueno de las redes sociales es que cualquiera puede creerse Napoleón sin arriesgarse a que le vistan con la camisa de fuerza. Todo el peligro se reduce a un eventual redoble de seguidores. Cualquier intento de regular los flujos cibernéticos del odio, que son los mismos que los del amor, está condenado al fracaso. Impedir que la gente se amenace en Twitter sería tan complicado como evitar que se declare. Sólo queda depositar estas cuestiones en manos del sentido común de cada cual y, sí, antes de que alguien lo diga, lo admitiré: hasta ese punto está perdida la batalla. En cuanto a la posibilidad de negocio de habilitar una red social específica para transtornados que celebran muertes, jalean asesinatos y vitorean cualquier escabechina, tampoco parece viable: el loco necesita la interacción con el cuerdo. ¿Qué sentido tendría compartir con un Charles Manson en potencia tus anhelos de que acribillen a balazos toda la clase política y a media profesión periodística? Apenas obtendrías un ‘feedback’ consentidor, nada comparable al que disfruta cualquier ‘escandalizabuelas’.
Entre el amor y el odio sólo hay un paso, en ocasiones un vaso, pero rara vez 140 caracteres. Al fin y al cabo, las lunáticas de León que presuntamente acabaron con la vida de Isabel Carrasco no avisaron de sus intenciones en Facebook o dijeron ni pío al respecto en Twitter, en donde más que grandes planes, la gente aúlla su impotencia. Puestos a indagar patologías, ahí queda todo un caso en el que madre e hija unen sus esfuerzos durante años para asesinar a una compañera de partido, mientras se fuman unos canutos de ‘marihuana’, todo en grado de presunción. Cualquier familia tradicional que no incluya en su seno al robot de los Tedax es una bomba de relojería.