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Alberto Moyano

El jukebox

Todo el mundo tiene derecho a sus quince minutos de transfeminismo

El hecho de que a día de hoy haya más conductores que den positivo por drogas ilegales que por alcohol o que la mayoría de los nuevos fumadores lo sean de cannabis y no de tabaco debería provocar la renuncia de los responsables de las campañas de concienciación antinarcóticos y la revisión de todas las políticas en vigor desde hace décadas en torno a esta cuestión. Sin embargo, ni una cosa ni otra tendrán lugar porque está socialmente asumido que por un lado están las drogas, por el otro, la lucha antidroga, y ambas deberán seguir conviviendo en perfecta armonía, como de hecho llevan haciéndolo desde hace décadas.

Otro tanto sucede con la violencia machista, un fenómeno supuestamente combatido por tierra, mar y aire, sin resultados aparentes. Más bien, al contrario. Es posible que los organismos competentes hayan interiorizado la imposibilidad de su erradicación. Ítem el conjunto de la sociedad. También lo es que el primer problema estribe en un error de diagnóstico y bajo el nombre genérico de «violencia machista» se etiqueten fenómenos muy diferentes, que abarcan desde casos como el de Nagore Lafagge –ejemplo de violencia sobrevenida– hasta los que se producen a lo largo de muchos años de convivencia, pasando por la cotidiana entre adolescentes o la esporádica de quien, en una residencia de ancianos, pone fin a la vida de su pareja, enferma terminal. De cualquier forma, el fracaso del combate contra la violencia machista es palmario y, sin embargo, todos hacemos como que no lo vemos e insistimos en repetir una y otra vez la misma estrategia, que tan sólo garantiza idénticos resultados. Vaya por delante que carezco de soluciones, sólo albergo intuiciones, una de ellas, que una única designación para fenómenos diferentes dificulta la descripción del hecho y, por lo tanto, obstaculiza su abordaje. Simplifica, pero confunde.

A la par, asistimos a la emergencia de una cosa denominada ‘transfeminismo’, con vocación de sustitución del feminismo tradicional, cuyas ancestrales pero aún vigentes reivindicaciones han perdido capacidad de atracción. Hablamos de un ‘cambiazo’. El mercado de las ideas empieza a funcionar a imagen y semejanza del del arte contemporáneo: cada vez es más difícil destacar en el inmenso maremágnum en el que todo tiene cabida y la única forma de hacerse con un hueco, así al frente de la pancarta como en la venta de igualdad, consiste en darle a todo una nueva vuelta de tuerca hasta llegar a la extravagancia. Ya hace casi medio siglo que Valerie Solanas propuso matar a todos los hombres como fórmula para acabar con el patriarcado, colocando el listón muy alto, pero de forma demasiado burda. El único camino hacia la innovación pasa por la sutileza. Así, hay quien apuesta por la extravagancia y mientras las mujeres –y los hombres– ni siquiera han conseguido la equiparación salarial, los hay que están ya en esa otra pantalla en la que las cuestiones centrales giran en torno a, por poner un par de ejemplos conocidos, las ‘políticas anales’ o la ‘putificación de los gudaris’.

Sostengo que todo esto obedece a un deseo de llamar la atención y asomar la cabecita en el abigarrado mercado de la igualdad, que todos estos discursos trileros se levantan sobre el principio de quemar etapas sin resolver las anteriores y que lo peor que le puede pasar a la lucha contra la discriminación es acabar rompiendo en sector industrial que, a falta de otra luz, sirva para alumbrar auténticos carrerones, más o menos lucrativos, más o menos profesionales.

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