Todos compartimos la misma desazón, si acaso en distinto grado, a la vista de las imágenes de los ciudadanos huidos de zonas de conflicto, del hambre o, simplemente, de la falta de perspectivas vitales en su penosa llegada a las fronteras europeas. Y todos sabemos también que en el origen de todo esto se encuentra la radical desigualdad en la que el azar o la voluntad de los innumerables dioses despiadados que nos han sumido a los bichos humanos. Y, por último, a todos nos gusta sentirnos tan solidarios, tan nobles y tan compasivos como a cualquiera, pero la situación plantea una serie de preguntas al margen a cuestiones éticas y morales –no digamos ya moralinas–, en el terreno del orden práctico. Unas preguntas que sobrevuelan la cuestión y que, de uno en uno o colectivamente, deberemos responder más pronto que tarde. Aquí van unas cuantas y no se refieren a un futuro más o menos inconcreto en el que Occidente deje de expoliar hasta los más remotos países, sino a los que en este agosto de 2015 aporrean las puertas de la ciudadela europea:
¿Están nuestros políticos desprovistos de los mismos sentimientos que al parecer albergamos y compartimos quienes les votamos y elegimos? ¿Son peores personas que nosotros? ¿Somos buenos y ellos malos? ¿Por qué no permiten la entrada de los refugiados? ¿Dónde vivirían estos refugiados? ¿En campos de acogida? Existen precedentes: Holanda alojó durante décadas a inmigrantes de sus excolonias en el mismo antiguo campo de concentración alemán por el que pasó en tránsito Ana Frank. ¿En las afueras de las ciudades, donde los vecinos acusarían a las autoridades de regalar pisos ‘a los de fuera’? ¿En el centro de las ciudades, donde los vecinos tratarían de impedirlo por todos los medios, so pena de ver devaluadas irremisiblemente sus inversiones inmobiliarias? ¿Repartidos por distintos barrios, para que el voto xenófobo crezca de forma homogénea? ¿En qué van a trabajar? ¿Como mano de obra barata, ellas en el trabajo doméstico, ellos en la construcción, todos en el cuidado de nuestros ancianos? ¿Se podría escolarizar a los niños extranjeros en cualquier centro operativo en el territorio? ¿Está la población europea dispuesta a compartir todo lo comunitario con decenas de miles de recién llegados? ¿Lo está la población de alguna zona de este mundo? ¿Se desataría algún tipo de cruel competición entre dos bandos irreconciliables –‘los de aquí’, ‘los de fuera’– a la hora de disputarse las ayudas sociales o las habría para todos? ¿Habría algún tipo de límite a la entrada de necesitados en el país y, de ser así, cómo se establecería? ¿Mediante sorteo, al estilo de las VPO? ¿O quizás por cupos, en función de las necesidades del mercado?
Y sigo: ¿son nuestros dirigentes políticos unos desalmados o tan sólo los obedientes intérpretes de nuestros anhelos más inconfesables? ¿Retiraría incondicionalmente las concertinas algún partido político de cuantos optan a gobernar en España en caso de victoria? ¿Existe algún tipo de alambrada frente a la cual se vaya a detener quien deja detrás matanzas sin cuento? ¿En qué clase de frivolidad incurre quien pinta bigotitos hitlerianos a Merkel mientras medio Oriente se despelleja en las alambradas con el único objetivo en la mente de llegar a territorio alemán, algo que jamás le sucedió a Adolf, más bien todo lo contrario? ¿Alcanzamos a intuir siquiera de forma ligera lo que sucedería en una Europa gobernada en su mayoría por partidos estrictamente xenófobos? ¿Alguien tiene una solución para todo? ¿Alguien tiene solución para algo? ¿Alguien tiene soluciones sencillas para problemas complejos? ¿Hemos de asumir que algunos problemas carecen de solución, al menos, de una solución a la altura de nuestras propias expectativas? ¿Son las exigencias de justicia universal el jabón con el que frotamos nuestras conciencias y la exhibición pública de nuestra –por lo demás intranscendente– compasión el agua en el que aclaramos la suciedad? ¿Tiene realmente alguien alguna propuesta?