El veinte aniversario del secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco ha sumergido la lucha contra ETA en un enloquecido proceso de gentrificación. Nunca hubo tanta gente en tan poco sitio, y no me refiero a julio de 1997 sino al mismo mes de 2017. Se ha aprovechado la efeméride para construir un relato gratificante en el que el final de ETA fue el resultado de un esfuerzo colectivo en el que hay sitio para todos, cada uno jugando un gran papel. Bien.
En mi opinión, fue la Guardia Civil quien derrotó a ETA. Creo que las detenciones de 1992 en Bidart e incluso el descubrimiento del zulo de la empresa Sokoa en 1986 jugaron un papel mucho más importante que las movilizaciones de 1997, sin las cuales, sostengo que ETA hubiera decretado igual su abandono de la violencia en 2011. También entiendo que una ciudadanía española ayuna de grandes gestas, que no jugó un papel especialmente relevante en la Transición -de acompañamiento-, no digamos ya la noche del 23-F -de inhibición-, necesite de alguna épica colectiva. Ahí el espíritu de Ermua resulta imbatible en el papel de ‘el principio del fin’ del terrorismo, algo que se demoró catorce años que miles de personas pasaron amenazadas y con escolta. Creo que el 12 de julio los ertzainas se quitaron el pasamontañas y el 13 se lo volvieron a poner, que los resultados electorales –en lo que se refiere a nacionalistas/constitucionalistas– no sufrieron alteraciones significativas y que ETA siguió matando –a Daniel Villar, en septiembre; a José María Aguirre Larraona en octubre; a José Luis Caso, en diciembre– en circunstancias sociales idénticas a las que rodeaban las muertes previas a julio de 1997. Y tan cierto es que el nacionalismo vasco se asustó de las derivadas políticas de aquellas manifestaciones como que esa intencionalidad de aprovechar la ola para cambiar la hegemonía política existió, en un ejemplo práctico del típico caso del paraonico que, en efecto, es perseguido. A lo que sucedió en esos días de julio se le llama catársis colectiva y su carácter fue efímero. Ante la posibilidad, por remota que fuera, de que la respuesta ciudadana abrumara a ETA, la gente se echó a la calle. Y las televisiones, cuya influencia hoy en día es absurdo negar, convirtieron cuatro días en un maratón solidario.
Atribuir al ‘espíritu de Ermua’ el desmoronamiento de ETA tiene tanto fundamento como achacar la ausencia de atentados yihadistas en territorio español a las movilizaciones posteriores al 11-M. No estamos en la postverdad, sino en una postproducción que nada tiene que envidiar a la de ‘Juego de Tronos’, en donde se consigue que el espectador vea un castillo donde en realidad había una urbanización.