Un perturbado mental estrella una reproducción de la catedral de Milán contra el rostro de Berlusconi y en menos de 24 horas el agresor reúne más de 50.000 fans. En Facebook, por supuesto, que es donde estas cosas tienen mérito y cuentan de verdad.

Es el signo de los tiempos. Puede que el tiranicidio requiera del concurso de un héroe, pero para romper los dientes de cualquier sinvergüenza basta un zumbado. Que miles de personas se sientan redimidos por la acción del -llamémosle para no ofender- ’emocionalmente inestable’ dice mucho sobre cómo está el mundo.

En un intento de enfatizar su desequilibrio, el agresor se ha apresurado a aclarar que su acción se debe a motivos políticos al discrepar con las ideas de Berlusconi, como si esto lo explicara todo. Y en efecto, puede que el tal Massimo Tartaglia sea un loco, pero en ningúin caso un tonto: renunció a estrellar su puño con la pétrea faz del ‘cavaliere’, persuadido de que el sólo contacto de la frágil mano contra el hormigón armado hubiera pulverizado carpios y metacarpios.

El líder carismático, por su parte, no ha tardado gran cosa en ordenar que se difundan desde la Presidencia de la República todo tipo de imágenes sobre la sangre derramada, demostrando que es un hombre de reflejos, que de cualquier circunstancia se puede extraer provecho y que una fortuna así no se acumula por casualidad.

Es, además, lo que antes se llamaba un hombre cercano, de ésos genéticamente incapaces de mantener una relación que no esté condenada a desembocar en lo carnal. Unas veces, en Villa Certosa y otras, en el hospital. Y que conste que Berlusconi no se lo merecía. ¿Cómo se iba a merecer Silvio algo que ni siquiera se merecen sus propios votantes?