El Rey acostumbra a afrontar su comparecencia en los actos deportivos de la misma forma que sus discursos de Navidad: al margen de cualquier contigencia externa.
Sucedió ayer en Barakaldo igual que hace un año en Valencia. En esta
ocasión, con el un himno nacional reducido a los treinta segundos de su
versión politono, en todo caso, más que suficientes que los amantes de
los himnos experimenten lo que sea que experimenten.
La observación, extensible también a la reina, se evidencia en la cordialidad que desprendían sus saludos al público. Ya puestos, el hecho de que los Reyes saluden de forma idéntica a quienes les aplauden que a quienes les pitan puede ser leído tanto en clave de excelente etiqueta como de regio desprecio, por cuanto podría ser que les diera lo mismo una cosa que otra.
Por cierto, tendrán ya asumido que si el público es vasco serán mayoritariamente silbados y si es catalán también, pero si en las gradas se mezclan ambas aficiones se producirá una extraña síntesis que arroja una sensación -seguramente falsa- de unanimidad.
Como no podía ser menos, la pitada ha sido interpretada como una muestra inequívoda de normalidad democrática y vinculada, a través de las más variopintas piruetas argumentales, con el ambiente de cambio que se respira en un País Vasco cuyo gobierno dice celebrar cada rasgo de la diversidad, éste mismo incluido.
No obstante y a falta de mejores noticias, los comentaristas celebraban hoy el excelente comportamiento de los jugadores de ambos equipos, demostranto que a partir de un deteminado número de tragos es posible ver medio llena hasta una botella absolutamente vacía.