Precisamente el día de San Sebastián de 1942, un grupo de hombres se reunió en Wansee y decidió exterminar a los judios europeos mediante métodos industriales. La mitad de esos hombres eran brutos sin cultivar, pero la otra mitad eran refinadísimos licenciados universitarios que sollozaban con la música de Wagner.

Sin embargo, al hilo de la candidatura donostiarra a la Capitalidad Cultural, el alcalde, Odón Élorza, todavía insiste hoy en aferrarse a esa visión idílica y supersticiosa de la cultura que sostiene que nos hace mejores. Esta ilusión le lleva a concluir , en un artículo que hoy publica DV, que «la violencia y el miedo, la exclusión social y racismo se curan con más cultura».

Bendita ingenuidad, habría que decir. Las cosas aún no funcionan así. Cada brutalidad cuenta con su correspondiente explicación teórica. Pol Pot estudió en la Sorbona, perfectos racistas rodaron películas inolvidables y hubo poetas que colmaron de odas a Stalin. Tras cada ley de segregación hubo prestigosos juristas y tras de cada aniquilación masiva, técnicos cualificados

En esencia, la cultura no sirve para nada, salvo para acompañarnos mientras perdemos el tiempo soportando casi todo lo demás. Cuando se le otorgan grandes objetivos degenera en otras cosas, propaganda y doctrina, y además fracasa estrepitosamente.

Viene siendo así desde por lo menos los tiempos en los que aquél pintó unos caballos en una cueva que luego se llamaría Ekain y  que, quién se lo iba a decir, iba a replicarse miles de años después, mediante la aplicación de los últimos adelantos técnicos y en el nombre de la cultura, por supuesto.