La aventura puede ser loca, pero el aventurero debe ser cuerdo. Dado que hablamos de España, estaba claro que el segundo requisito era materialmente imposible. Cuando llegó la aventura loca de levantar las fosas comunes del franquismo, el perturbado que estaba de guardia era Garzón. Podía haber sido cualquier otro.
No deja de tener su aquél que la carrera del titular del juzgado de instrucción número 5 de la Audiencia Nacional vaya a acabar en la cuneta a consecuencia de la Guerra Civil, ni que una causa que comenzó con la petición del certificado de defunción de Franco se vaya a cerrar con el suyo, profesionalmente hablando, claro.
En este mundo, todo lo que se exhibe como ejemplar acaba desbordando miserias y la Transición no podía ser menos. Así deberán explicárselo los profesores a esos alumnos que pronto recibirán en sus aulas a las víctimas de la violencia para que les ilustren sobre el carácter estéril de ésta. La cuadratura del círculo se antoja más sencilla. Y todo esto mientras Falange Española y de las JONS humilla a su fundador triunfando sin parar en las más altas instancias judiciales del país. El Patriotismo Constitucional debía ser esto.
Y como estamos en la cuna del realismo trágico, los acontecimientos se precipitan de tal forma que se va acumulando el trabajo. Ahí está la Policía, investigando si el nieto de Franco la emprendió a tiros con otro conductor por una disputa de tráfico. Una de dos: o no fue él o el hecho de que el otro escapara vivo demostraría de forma incontestable la imparable decadencia de aquello que su ‘abuelo’ llamaba “raza”.