Alberto Moyano
La teoría que apunta a que sólo se puede hacer una buena película a
partir de una mala novela se ha derrumbado tras el estreno de El código
Da Vinci ayer en el Festival de Cannes. Si la publicación de la novela
de Dan Brown en Estados Unidos fue recibida con adjetivos como el de
«bodrio», la película de Ron Howard alcanza al parecer auténticas cimas
del estrambote. Así, cuando el protagonista, Tom Hanks, anuncia a
Audrey Tautou que es la descendiente directa de Jesucristo, las
carcajadas estallaron por toda la sala e incluso alguién se preguntó en
voz alta: «¿Nos toman por imbéciles?». Pregunta retórica porque la
respuesta evidente es sí.
En todo caso, ¿qué importan la crítica y todo eso? Es más, ¿qué importa
la calidad del filme si se sabe que buena parte –y algunos más– de los
45 millones de lectores que se han comprado el libro acudirán
obedientes a la taquilla de su cine más próximo para adquirir una
entrada? Nada, no importa nada, pero no dejemos pasar la ocasión para
constatar que la dirección del Festival de Cannes se ha retratado con
los pantalones algo más bajos que los tobillos en su afán por
restragarse con la industria hollywoodiense. Asombrosamente, este
apareamiento no es incompatible con las reclamaciones en favor de la
excepción cultural del cine francés.
Y mientras tanto, ahí está la Iglesia católica, dale que te pego,
tratando de hacer que esta megaproducción de la Sonny-Columbia TriStar
llegue a las pantallas –750 en toda España a partir de mañana– rodeada
de un aparataje promocional mayor aún si cabe. El Opus, tan maltratado
el pobre por los medios, repitiendo una y otra vez, como si fuera un
mantra: «Convertiremos el limón en limonada». La bola está lanzada, la
cifra de espectadores, garantizada, el taquillaje, asegurado. Sólo unas
declaraciones de Dios –a favor o en contra de la película, da igual–
podría elevar aún un poco más las expectativas.