El infierno son los otros, especialmente, si son muchos. Asciende ya a veinte el número de fallecidos por pisotones y aplastamientos durante la Love Parade celebrada en Duisburg. Vaya por delante que no es posible poner ‘desfile’ y ‘amor’ en la misma frase sin riesgo de que se desate una pelea tabernaria en su seno.
Como es habitual en estos casos, cada día aparecen más voces que ya sabían que todo esto podía pasar. Los últimos en incorporarse a la lista han sido el jefe de la Policía local y el alcalde de una población vecina.
Las imágenes del Desfile del Amor que emiten las televisiones parecen más propias del entierro de Jomeini o de las peregrinaciones a La Meca que de una fiesta en el corazón de Europa.
Su contemplación invita a sospechar que a partir de un cierto número de personas en un determinado espacio la masa deja de ser la suma de todos los que la conforman para convertirse en algo distinto y con vida propia en el que unos se lapidan a otros con sus propios cuerpos.
A día de hoy, ya no tiene nada de raro morir en medio de una muchedumbre, con un borracho bailando a escasos metros y otro grabándolo todo por el móvil.
El otro rasgo que define el carácter postmoderno de esta tragedia con tintes medievalistas es que el recuento de muertos y heridos no impidió que la fiesta se celebrara con total normalidad y hasta el final.
Unos alegarán que no sabían nada y otros, que se decidió seguir adelante para evitar daños mayores, pero probablemente la respuesta correcta se encuentre en aquella final de fútbol disputada en Heysel hace 25 años, con 39 cadáveres aún calientes en el campo y un ligero retraso sobre el horario previsto.
Aquí las muertes nunca han interrumpido una celebración, así fueran en atentado. La circunstancia sí sirvió para alumbrar teorías más o menos audaces sobre los síntomas que aquejan a una sociedad enferma. Si de verdad las cosas son asi, parece que ha llegado el momento de hablar de pandemia universal.