“En Tokio, un día, me topé con unas lolitas. Corría el año 1967”.
“Cuando estuve en Tokio en 1967, me pasé el día más solo que la una. Desesperado, termine por intentar entablar conversación con dos damas”.
“Pero no eran una lolitas cualesquiera, sino de ésas que se visten como zorritas, con los labios pintados, carmín, rímel, tacones, minifalda…”
“Eran unas señora ya entradas en años y escuetas de carnes. Iban con la cara lavada, la depilación sin hacer, unas cejas pobladísimas y ataviadas con sendos kimonos de los de cuerpo entero”.
“Tendrían unos trece años”.
“Tendrían unos 113 años, quizás 112, es que soy muy malo calculando la edad de la gente. En todo caso, los japoneses son muy longevos”.
“Subí con ellas y las muy putas se pusieron a turnarse. Mientras una se iba al váter, la otra me trajinaba”.
“Les entré a las dos. ‘¿Bailas?’, le pregunté a la una. ‘¿Estudias o trabajas?’, interrogué a la otra. ‘Desaparece de mi vista, mamarracho’, replicó la primera. ‘Que te pires’, recalcó la segunda. Ante mi insistencia en entablar conversación, se fueron juntas al váter, a vomitar, creo”.
“El crimen ha prescrito, así que puedo contarlo, aparte de que las delincuentes eran ellas, no yo. Es una anécdota trivial y sin mucha chicha convertida en literatura”.
“Suelo adornar esta anécdota trivial y, para qué negarlo, ligeramente bochornosa, para convertirla en literatura. La última vez que lo hice fue para un libro de Boadella, que se lo traga todo. En todo caso, la mentira ha prescrito porque se la conté ya hace unos meses. Además, al salir del váter, las dos ancianas depositaron sus dentaduras postizas en mi vaso de sake, así que las delincuentes fueron ellas. Por cierto, estaba riquísimo”.