Lo malo de ir por la vida mascando chicle en actitud chulesca es que tan sólo te permite parecer un escualo si tu existencia es un mero tránsito entre dos victorias. En cuanto pierdes, olvídate de pasar por un ‘tiburón’: apenas serás otro tipo al que le baila la dentadura postiza.
Es lo que le sucede a Mourinho, un hombre que cada mañana invierte tanto tiempo ante el espejo en decidir la forma más adecuada de no afeitarse como Guardiola en atinar con el mejor conjunto, quitándole importancia a su calva multicolor. Ambos acabarán protagonizando los anuncios de Nespresso, pero para desgracia de José, a él le tocará interpretar el papel de Malkovich.
En un club que, como el clan Kennedy, se pasa las décadas presumiendo de sus carencias, el reparto de papeles funciona de tal forma que CR -ya no sé qué número- representa al equipo caballero y Mourinho, el gusto por la excelencia en el juego. He aquí la farsa.
Entre los méritos del entrenador luso, hay que consignar en primer lugar una proeza al alcance de muy pocos: ha conseguido que sus jugadores abandonen las fiestas nocturnas sin que el equipo haya perdido un ápice su habitual papel de pelele en manos del Barça.
Detrás de todo esto se encuentra Florentino Pérez y su extraordinaria impermeabilidad al aprendizaje. En la Liga de los clubes megamillonarios, la línea de flotación la marca el Barça. En lo que respecta al Madrid, por debajo de ese punto sólo hay fosas abisales. Por eso, cada temporada, empieza con el presidente merengue presumiendo de flamante yate y acaba con el mismo personaje embarcado en un submarino.
Se podrá decir que el Madrid aún es segundo en la Liga y la apreciación es exacta. De hecho, todos los años lo es. La cuestión es hay alguien ahí capaz de invertir 200 millonoes de euros en algo más que en batir records de distancia respecto al tercer clasificado.