Alberto Moyano
En una biografía de Franco –juraría que en la de Paul Preston pero escribo de memoria-, se relata cómo Hitler flipaba en colores cuando supo que, en agradecimiento por sus servicios en la Batalla del Ebro, el caudillo había nombrado Legionario de Honor a la Virgen del Pilar. En el setenta aniversario del ‘glorioso alzamiento nacional’, son varias las cosas que llaman la atención.
Por ejemplo, el indescriptible interés que la criptoderecha ha demostrado siempre por justificar con argumentos terrenales la necesidad de un golpe de estado en la España de 1936, cuando según sus propios dogmas todo es mucho más sencillo: Fue Dios quien, horrorizado por tanto rojo, ateo y separatista como campaba por sus repetos en aquella España, dio instrucciones precisas a Franco para poner orden. Así las cosas y presa de un permanente ataque de modestia, el Caudillo siempre confesó que lo era, sí, pero no por méritos propios sino tan sólo por la gracia de Dios.
A partir de ahí, la guerra de exterminio primero y los juicios sumarísimos/ejecuciones masivas se revelan como una consecuencia lógica. Por aquel entonces, en Europa florecían los fascismos y todos actuaban más o menos igual. Lo verdaderamente singular del horror franquista no fue-o al menos, no tan sólo- la represión sobre amplísimos sectores sociales, la voluntad de diezmar a la población o el ensañamiento con los disidentes o incluso con los indiferentes. Visto desde ahora, lo que más espanta son los cuarenta años ininterrumpidos de Semana Santa medieval, el sotanismo apalizante, el meter al Dios vigilante y que todo lo ve, no ya en los hogares ni en las aulas y los dormitorios, sino incluso en las conciencias. El franquismo fue la rama dura del pensamiento coñazo y si algún castigo recibió en vida el dictator fue que tuvo que pasársela rodeado de franquistas, incluido el lecho conyugal. Y todo por su mala cabeza y, encima, para qué.