Así como todo buen musulmán debe viajar antes morir a La Meca, el precepto del buen conservador español obliga a peregrinar al menos una vez en la vida al centro, a poder ser, en vísperas electorales. Lo que sucede es que mientras la ciudad saudí se mantiene en un punto fijo del mapa, Aznar se encarga periódicamente de alterar las coordenadas de la moderación política. La maniobra amenaza con convertir a Rajoy y su proyecto de gobierno en una tribu nómada de por vida.

El ex presidente del primer gobierno español que consiguió que en Perejil nunca se pusiera el sol dosifica sus apariciones para sortear el riesgo de que hasta en su propio partido se generen cepas de resistencia que lo conviertan en inmune a sus dislates.

La creencia popular apunta a que Aznar está obsesionado con ETA. En realidad, lo está con Rajoy, lo otro es tan sólo un instrumento. Como buen aficionado al Real Madrid, Mariano hace tiempo que convive en armonía con el fracaso. En cambio, el presidente de FAES aún no ha conseguido encajar la derrota que el gallego le propinó, por poderes, en 2004.

Ahora, Aznar mantiene un férreo combate contrarreloj frente a las encuestas. Entiéndase, José María quiere que Rajoy gane en las elecciones, pero exige que lo haga en sus términos, esto es, sobre las bases de la lucha antiterrorista, no en calidad de surfista de la crisis económica -ese engorro que ha impedido rubricar ‘la guerra contra el terror’ (cuyo último capítulo por el momento sería la boda de la duquesa de Alba).

Aznar es Fraga con logopeda, es “ya te lo dije” y a continuación “yo lo hubiera hecho mejor”. Su rencor es infinito, al igual que su fe en el sistema didáctico basado en la alternancia de premio y castigo. Precisamente, jamás perdonará a los españoles que eligieran votar mayoritariamente a Zapatero. Por eso, su venganza se llama Mariano Rajoy, que es casi tanto como calificarla de un tanto desproporcionada. Alfred Hitchcock siempre se las arreglaba para salir en sus películas. Aznar siempre logra salir en las ajenas.