Si hay que acometer el relato de lo vivido en el País Vasco durante los últimos cuarenta años, el ejercicio requerirá la habilidad del orfebre dada la facilidad que han adquirido los hechos para escurrirse entre los intersticios que dejan las palabras, algunas tan desgastadas y pulidas que resbalan incluso en seco.
Cada vez que expliquemos que en el País Vasco se ha vivido sin libertad deberá a añadirse a continuación que de forma simultánea no ha habido en España una cesta de la compra tan elevada, ni una vivienda más cara, ni hasta alcanzar precios propios del París más céntrico, datos que hablarán por sí sólos bien del escaso predicamente con el que cuenta la libertad entre nosotros, bien de la inexactitud del diagnóstico.
E idéntica suerte habrán de correr los clichés que sostienen que se ha matado por opinar lo contrario porque habrá que convenir que así como muchos fueron asesinados sin haber expresado opinión alguna -en una suerte de ruleta rusa perversa en la que el castigo se aplicaba tanto por azar como por delegación-, lo cierto es que todo esto pasaba mientras década a década, años tras año, día a día, los periódicos vascos publicaban testimonios en contra de ETA convenientemente firmados con nombre y dos apellidos, y cuyos autores, por fortuna, fueron olímpicamente ignorados por las pistolas.
La lista de bajas sufridas por cualquier formación política en este indescriptible tiroteo tartamudo palicede ante la de los que fueron asesinados por traficantes de droga o porque alguien les acusó de serlo, no digamos nada si comparamos la enumeración de bajas conformada por los que tuvieron la desgracia de pertener al partido mayoritorio en el País Vasco sin ni siquiera saberlo: el de “Los Que Casualmente Pasaban Por Allí”.
En cuanto a que aquí la gente prefería no hablar de política en público, la afirmación es arriesgada porque, sensaciones subjetivas aparte, todo apunta en la dirección contraria: en ninguna esquina del orbe se ha perorado tanto de
política, a lo largo y ancho de todo tipo de ágapes, cuchipandas, bodas y celebraciones
navideñas, con amigos, familiares, conocidos, conocidos de amigos,
perfectos desconocidos e ilustres visitantes que se interesaban por las cosas del
país de los telediarios, en un intento, si no de comprender, al menos sí de ayudarnos a
comprender.
Hemos vivido inmersos en una permanente tertulia a una escala
caníbal: todo el mundo tenía una opinión y todo el mundo ardía en deseos
de expresarla, más aún si servía de excusa para no tener que escuchar la ajena. Otra cosa, puede que no, pero hablar, hemos hablado hasta por los codos, de ahí los apuros de Julio Medem para reducir ‘La pelota vasca’ a un metraje aceptable.
Quizás todo esto resulte escasamente edificante. Después de cuarenta años explorando todas las formas imaginables de matar y de morir, teníamos derecho a un relato reconfortante y lo que ahora nos encontramos es la ingente tarea de convertir el ruido en sinfonía, los exabruptos, en reflexiones, las falsificaciones, en memoria viva y el griterío, en discurso. Para conseguirlo, necesitaremos que los mejores artistas vascos se especialicen en la reconstrucción de cadáveres, con lo que tampoco es descartable que prefieran delegar tan ingrata tarea en las futuras generaciones.