Hoy conmemoramos en el País Vasco el Día de Euskadi en una ceremonia a la que no asistirán la mitad más uno de los representantes políticos de la población, aunque con una Euskal Herria en paz por primera vez desde los romanos o así. Qué mejor prolegómeno que este mero enunciado si de lo que se trata es de beber hasta perder el control. Al fin y al cabo, si esto es un país, también es el único del mundo que aún no ha logrado consensuar la denominación de su selección nacional.
En Euskadi uno tiene la sensación de pasarse la vida celebrando su existencia como pueblo, con el consiguiente desgaste emocional. En rigor, la verdadera fiesta de la nación vasca es el 12 de octubre porque hemos sido mucho mejor adiestrados para festejar en contra que para hacerlo a favor. Nuestro modelo de fiesta nacional es la cena navideña, una deleznable liturgia en la que, por encima del menú, prima el placer que siempre produce una buena pelea familiar. El odio tiene mala prensa, pero algún día habrá que cifrar hasta qué punto la existencia de un enemigo perfectamente
identificado redobla la alegría de vivir.
Apenas dos semanas después, henos de nuevo aquí, otra vez con el Día de Euskadi entre manos, aunque sea otra fecha y también otra Euskadi. Mientras se multiplan por todas las partes -sobre todo, las no implicadas- los llamamientos a la flexibilidad y tal, una fecha tan absolutamente insignificante e inocua como la de hoy se convierte en otra pequeña fuente de discordia ya que su proclamación unilateral no ha logrado convencer al resto de los partidos, algunos de ellos, muy ocupados en habituarse en gobernar instituciones bajo bandera española, así sea mediante mandato judicial.
El escritor francés Frederic Beigbeder presenta su ‘Una novela francesa’ como “la historia de un país que consiguió perder dos guerras haciendo creer que las había ganado”. Hay tanto que aprender del vecino país, más que nunca hoy en día, cuando estamos ya en trance de aprender a odiarnos entre nosotros mismos como si fuéramos personas civilizadas, una disciplina en la que ellos han acreditado su magisterio durante siglos. Algo de lo que, por otra parte, tampoco puede alardear España.