En flagrante desafío a la doctrina marxista, que sostenía que las masas eran el motor de los grandes cambios sociales y políticos, un individuo ha puesto patas arriba la Unión Económica Europea, la moneda única y un par de primas de riesgo. No es que Marx estuviera equivocado, es que la brecha digital le impidió hacerse ‘follower’ de Papandreu.
Hoy es el día en el que hay que saber mucho de economía para no sucumbir a la tentación de creer que todos los griegos conducen un Porsche, salvo los ricos que conducen dos; hay que haber leído varias veces ‘El Príncipe’ de Maquiavelo para dilucidar si los líderes europeos sabían de antemano que habría referéndum y se han hecho, si no los tontos, sí los líderes carismáticos -que para el caso es lo mismo-; y hay que profesar un pensamiento político pero que muy moderno para entender cómo los mismos que predican el ejercicio de los derechos en régimen individual abogan ahora por el cumplimiento de las obligaciones en formato colectivo.
Para nadie es un secreto que en Europa se avecina el desastre. “En ocasiones, veo griegos”, se confiesan mutuamente en tono confidencial los capitanes del euro y lo que antes era acrópolis ahora huele a necrópolis. No es de extrañar: cuando uno parte de una premisa falsa, como es el caso de Papandreu -“la democracia está por encima del apetito de los mercados”- lo más probable es que llegue a conclusiones erróneas. Un referéndum es una pregunta y el problema de ésta es que encierra el riesgo de que te respondan con sinceridad. Todo esto desestabiliza a los mercados, que tienen el cutis muy fino, enerva a las Bolsas, muy inestables desde el punto de vista emocional, y descentra a los inversores, volátiles como la nitroglicerina.
La última vez que a los griegos les preguntaron algo en referéndum fue allá por 1974 y la respuesta dio con los huesos de su familia real en Londres. A excepción de doña Sofía, señora de Borbón, con residencia permanente en España, un país facilón que desconoce el enorme placer que encierra la palabra ‘no’ ya que en las raras ocasiones en las que es consultado, sabe diferenciar perfectamente entre lo que son sus opiniones y lo que se espera de diga. Exactamente igual que hacen los niños más avispados, aunque en los ‘think tank’ lo llamen madurez política.