A falta de argumentos más sensatos que la mera superstición basada en que los altos cargos del estado pueden heredarse legítimamente por vía sanguínea, la Casa Real ha decidido acabar con la opacidad contable que ha caracterizado las tres décadas de ‘juancarlismo’ desaforado.
La estrategia mediática trata de poner en valor la competitividad en los costes que una monarquía ofrece frente a otras fórmulas, como la república, a la espera de que el contribuyente reaccione de la misma manera que frente a una oferta de supermercado y exclame con alborozo: ¡Yo no soy tonto!
Sin embargo, el ejercicio de transparencia no puede resultar del todo convincente, a partir del hecho incuestionable de que la Familia Real no come siempre en casa, ni paga necesariamente sus yates, por no mencionar que ningún hijo de presidente de república cobraría salario alguno.
La revelación de las cuentas ‘reales’ ha llegado además acompañada de todo tipo de chanzas humorísticas, como la mención de que Urdangarín nunca ha percibido un euro ‘de forma directa’ de la Casa Real, un dato que se inscribe de lleno en el típico gag español propio de un Especial Feliz 2012 y que, por otra parte, explicaría el arrebato de emprendizaje padecido por el yerno del rey en los últimos años, en concreto, en los que lleva casado con la infanta.
Todo esto nos lleva a concluir que, transcurridos treinta años de monarquía, los ciudadanos ya no somos dignos de la más mínima precaución, malgré el 15-M. Si todo es tan transparente y respetable habría que preguntarse por qué han tardado tanto en hacérnoslo saber.
El trono respeta al pueblo porque le necesita. Lo que no se le puede exigir es que encima le quiera porque si ya resulta de por sí difícil amar a un idiota concreto con nombre y apellidos, resulta del todo imposible albergar ese sentimiento hacia millones de idiotas en abstracto. Dicho lo cual, sólo queda desear que llegue el día en el que el sentimiento sea recíproco.