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Alberto Moyano

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La teoría del bobo solitario

En los asesinatos de Toulouse y su cruento desenlace se dan cita dos fenómenos contradictorios pero postmodernamente, inseparables. Por un lado, los problemas de imaginación que padecía Mohamed Merah, bien por exceso, bien por defecto. En el primer caso, lo apostó todo a favor de la peregrina teoría de que a la vuelta de un balazo en la cabeza le esperaba el paraíso de las huríes. En el segundo, fue simplemente incapaz de entender, desde sus 23 años, que para estar muerto siempre hay tiempo y que, aunque sólo fuera esto, ya es algo que compartía con el resto de sus semejantes.

El segundo fenómeno es nuestra inexpugnable certeza de que, sea lo que sea lo que acontezca, siempre viene a confirmar todas y cada una de las teorías que adornan nuestra percepción del mundo. Cuando este tipo de ensoñaciones no coinciden con nuestra percepción de la realidad las despachamos de inmediato bajo la etiqueta de “teoría conspiranoica”; por el contrario, cuando se ajustan a nuestra rocosa y por supuesto muy objetiva visión de la realidad las almacenamos como prueba de nuestra “insobornable perspicacia”. En ambos casos, olvidamos que la chapuza y la indiscreción constituyen dos factores inseparables de cualquier actividad humana, de tal forma que no hay complot en la historia que no haya acabado por alumbrar una ingente bibliografía, en su mayor parte, de carácter especulativo.

El tercer fenómeno de última generación que también confluye en la balacera francesa es la importancia de la autoría en un mundo que, desde la irrupción de internet, ha consagrado el anonimato. Una vez descartada la autoría ultraderechista en los atentados y confirmada su ejecución por un zumbado de Alá en nombre de la causa palestina, los analistas que florecen como si todo el año fuera primavera se vieron obligados a corregir ligeramente las coordenadas de tiro de sus incisivos análisis y así, lo que antes era auge de la xenofobia y el racismo en la vieja Europa se han convertido en apenas 24 horas en señal inequívoca de que la Al Qaeda, a la que llevaban meses dando por liquidada, se ha organizado a la vista de todos.

Se dirá que el presunto asesino estaba fichado por el FBI, pero este factor dejó de entrañar algún tipo de mérito en el momento en el que se supo que hasta Llamazares había ingresado en este interminable listado. En cuando al ya reconocido perfecto descontrol al que la Policía francesa tenía sometido a un cliente habitual de las compañías aéreas que operan con Afganistán y Pakistán, tan sólo confirma que la destreza de los más ineptos a la hora de encararmarse a lo más alto no es un fenómeno exclusivo del ámbito económico, sino que ha hecho metástasis en todos los estamenos de la sociedad, con los servicios de inteligencia a la cabeza, como era previsible, por otra parte.

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