Dejando a un lado el hecho incontestable de que si miras fijamente la pantalla de la tele durante el suficiente lapso de tiempo acabas viendo la sábana santa con todo detalle, las emisiones de los plenos del Ayuntamiento donostiarra resultan un espectáculo apasionante.

Los diferentes tonos de luz que bañan el salón municipal según cae la tarde, los interminables planos fijos, el juego que se traen los ediles con los micrófonos, los raptos de humor -tantas veces involuntarios-, los momentos de inopia e incluso la ingesta de barritas energéticas en plena intervención confieren a las sesiones un tono a cinéma verité terrible, se diría que casi Dogma.

La paliza audiovisual ofrece una radiografía de la variopinta condición humana: hay concejales que literalmente no saben de qué están hablando, los hay que no hablan y hay otros que tienen tan cautivos a sus compañeros de bancada que cualquiera diría que se dedican a reírle las gracias.

En cualquier caso, a partir de la tercera hora todo adquiere un tono irreal. El pensamiento se ralentiza, la mirada se nubla, los reflejos se aletargan. El formato estimula la participación ciudadana lo mismo que la adormidera.

Quizás haya algo de hipnótico en la experiencia extrema de arrearse de un tirón la retransmisión del Pleno. Baste decir que en el tiempo invertido se podrían ver consecutivamente las tres partes de ‘El Padrino’, con dos ventajas añadidas: por un lado, en la saga de los Corleone se entiende todo; por otro, la película al menos deja meridianamente claro que la mafia no existe.