Al igual que sucede en el ajedrez, ahora mismo en España la reina tiene total libertad de movimientos, mientras que el rey sólo puede ir por las casillas de una en una. La modalidad nacional, sin embargo, introduce una variante en el juego y es que en nuestro caso se trata de evitar que el monarca se dé jaque mate a sí mismo. Los peones -los partidos políticos-, los alfiles -los medios de comunicación-, las torres -el empresariado- y hasta la reina -en su día, Sabino Fernández Campo- han invertido décadas en esa tarea.
A partir del principio lampedusiano de “cambiarlo todo si queremos que todo siga igual”, hay que consignar que el rey no ha cambiado, han sido las circunstancias las que lo han hecho. Tanto en el terreno de las lesiones más o menos absurdas como en el de la caza mayor, el historial del monarca es dilatado. La conjunción en el tiempo de las dos circunstancias es la que ha desatado ahora la tormenta.
La institución monárquica se levanta sobre la falsedad y se sostiene sobre la representación.
Una de las dos claves del éxito -ahora un tanto eclipsado- de la Familia Real española ha sido el solapamiento de las ovaciones que le han tributado sin cesar las instituciones democráticas, por un lado, y el pueblo llano, por el otro. Las primeras han alimentado el infantilismo del segundo.
En pleno siglo XXI, aún es posible encontrar tanto a políticos que ensalzan la gran labor realizada por don Juan Carlos -sin especificar nunca en qué ha consistido- como a ciudadanos convencidos de que el soberano ha sacrificado su vida por el bienestar de los españoles, olvidando que la expresión ‘vivir como un rey’ es demasiado antigua como para atender a crisis económicas, bien sean coyunturales o estructurales. Dicho lo cual, disfrutar a tiro limpio resulta igual de abyecto desde el punto de vista personal durante las recesiones que en ciclos de crecimiento económico.
La otra clave radica en el secretismo: ni la infanta Cristina sabía de las actividades económicas de su marido, ni la reina está al tanto de qué hace el rey, ni la ONG que protege a los elefantes está al tanto de que su presidente de honor se dedica a cazarlos, ni la Casa Real informa a los medios de comunicación, ni el gobierno tiene acceso a la agenda del soberano. La primera reacción de Froilán tras dispararse en el pie -“que no se entere el abuelo”- demuestra la tremenda porosidad de los niños en materia de aprendizaje a partir del ejemplo de los adultos. “No debería uno contar nunca nada”, escribe Javier Marías. Es cierto, pero cuando ya no es posible, siempre queda el recurso a la creatividad, a partir del clima de buena disposición reinante a la hora de dar por buena cualquier versión de los hechos.