Los cocineros son esos señores que, con la única ayuda de un soporífero power point, imparten cursos sobre pujanza en la adversidad, trabajo en equipo y afán de superación, en interminables congresos que se celebran en edificios diseñados por arquitectos indescifrables. El mensaje se resume en la importancia de respetar el producto o, llegado el caso, el subproducto. Espejo en el que la sociedad entera debería mirarse, los cocineros comparten conocimientos, intercambian experiencias y aprenden los unos de los otros en un clima de armonía. Los garrotazos dialécticos no empiezan hasta el momento mismo en el que todos ellos entran en competición.
La lista de la revista ‘Restaurant’ ha vuelto a poner en evidencia la división de opiniones que el gremio grastronómico alberga realmente sobre sí mismo. Así, lo que para los beneficiarios de la clasificación es un mérito -“… y me siento el doble de honrado por ser éste un premio que me conceden mis propios compañeros”- para los danmificados constituye otra prueba irrefutable de la recua de farsantes que conforman el colectivo -“Pero éstos, ¿cuándo trabajan? Porque yo me dedico a cocinar, no a visitar otros restaurantes”-. Los hay que incluso atribuyen el éxito ajeno a la labor de los gabinetes de prensa, la más reconfortante visión disponible en la actualidad de un mundo que agoniza a razón de una mala noticia al día.
No es para menos. Que te sitúen entre los cien mejores establecimientos cuando tus tarifas son más propias de los diez primeros es sólo una forma muy sutil de llamarte estafador. Nunca en la historia de la Humanidad el hombre ha utilizado platos tan grandes para la ingesta de raciones tan pequeñas, lo que unido al indiscutible hecho de jamás antes pagó precios tan altos, da una idea del grado de refinamiento alcanzado. El prestigio de un restaurante es directamente proporcional al número utensilios de carpintería -pinceles, brochas…- y siderurgia -gafas de soldador, sopletes- que ha incorporado a la elaboración de sus creaciones. El objetivo es alterar el estado termo-emocional de los comensales, una responsabilidad que hasta ahora recaía exclusivamente en la botella de vino.
Mantenerse en lo más alto requiere ejercer un alto nivel de exigencia sobre el trabajo ajeno y en este punto nuestros cocineros son sus críticos más implacables. Cada uno de ellos está íntimamente convencido de que hay algo de farsa en todos los demás. La última vez que uno de los Arzak repitió aquello de que “los cocineros vascos somos una piña” pensé que de inmediato añadiría “colada”, pero no fue así. En cualquier caso, la primera imagen que la frase me trajo a la mente no fue la de una fruta tropical, sino la de una granada de mano.