¿Entablaría usted algún tipo de negociación, sobre cualesquiera que fueran los temas, con una organización armada que confiesa abiertamente su impotencia hasta a la hoara de acceder a sus arsenales? En efecto, nueve de cada diez dentistas sin azúcar tampoco lo haría. Dejando a un lado la inevitable soberbia intrínseca a quien lleva años durmiendo con una pistola debajo de la almohada, el comunicado de ETA difundido ayer destila tal angustia existencial que convierte a su autor en el último torturado de Euskadi, descontando a Bielsa, claro.
Como durante años hizo con las personas a las que mantuvo secuestradas, ETA se ha retratado con un periódico que ella misma ha fechado el pasado día 27. El resultado es la imagen de una organización en situación agónica, en parte como resultado de la acción de los parásitos intestinales, en parte por la situación de abandono que suele acompañar a la indigencia.
Reducida ETA en lo fundamental a la condición de asociación de reclusos, al Gobierno sólo le queda abrir la espita de la vía Nanclares y esperar a que el resto de colectivo implosione, hacia dentro y con enorme virulencia. El tiempo corre en su contra y las próximas elecciones autonómicas pueden la última estación. Dicho de otro modo: ya puede la izquierda abertzale elevar sus plegarias al cielo para que las “soberanías alimenticias”, “depósitos de inertes” y otras frivolidades no le pasen una factura electoral difícil de explicar intramuros.
Sin nada que ofrecer a cambio, ETA deberia ir barajando la posibilidad de entregar sus depósitos de armas, a estas horas, probablemente bajo estricta vigilancia policial y a la espera de que alguien vaya a recogerlos. ETA ocupa por primera vez en décadas el último puesto en la lista de preocupaciones del Gobierno. La gestión de su final ya no sirve para ganar elecciones, quizás ni siquiera para perderlas.