Cada vez que alguien me ha asegurado que por nada del mundo quisiera ser rey -y han sido unas cuantas- no he dudado de la sinceridad de mi interlocutor, sino de su capacidad de entendimiento. En cualquier caso, dadas las nulas opciones que el autor de la frase tenía de alcanzar tal dignidad, he optado por quedarme con la feroz resistencia que los escasos elegidos que sí lo consiguieron han ofrecido a la hora de dejar de hacerlo. A falta de una doctrina que me explicara por qué alguien habría de heredar el más alto cargo público en función de su parentesco familiar, siempre he sospechado que la expresión “vivir cono un rey” encerraba una verdad profunda cuyo completo significado apenas lográbamos vislumbrar el común de los mortales.
En el caso español, todo empezó con la democratización de la frase “la Familia Real descansa en Mallorca” sin que jamás se nos explicara concretamente de qué. Ahora el monarca se ha descolgado durante su vuelo a Moscú en compañía de un grupo de empresarios con que “cualquier otro estaría aún de baja, pero yo he de currar”. Otra vez once palabras, estamos ante la cara B del existoso single “lo siento, me he equivocado y no volverá a ocurrir”.
Las obras completas que Juan Carlos I legará a la posteridad no reposan en sus letales discursos, de los que no quedará más rastro que el sopor que inocularon a quienes los padecieron, sino en sus chispeantes comentarios. Bajo el título de “Se saltó el protocolo” se podría hacer un recorrido turístico a través de su epidérmico pensamiento, con paradas en sus imitaciones de Chiquito de la Calzada, sus “¿por qué no te callas?”, su campechanismo de raigambre ‘Caiga quien Caiga’ o su enigmática profecía “”lo que os gusta es matarme y ponerme un pino en la tripa”, esta última, pronunciada baja el influjo de alguna película de David Cronenberg cuyo título no consigo recordar.
El lamento, digno de un coro gospel, sería disparatado en cualquier otro país, no en uno cuyo ministro de Hacienda a duras penas puede contener las carcajadas cuando anuncia los recortes. En el mundo imaginario del rey, trabajar consiste en desplazarse por el mundo en régimen de lujo y con todos los gastos pagados, en un intento de conseguir contratos para los empresarios españoles, con la tranquilidad que da saber que si fracasa ni tendrá que rendir cuentas, ni será despedido. Por lo demás, uno de sus yernos está todo el día de compras, el otro se ha entregado a la única vida delictiva que permite acumular una fortuna, al parecer, a espaldas de su cónyuge y su consuegro practica la inmersión en el mundo del herri kirolak en calidad de harrijasotzaile especialista en alzamiento de bienes. Y ninguno de ellos alardea tanto.