Hace tiempo que las músicas populares de todo el mundo son patrimonio de la elites intelectuales de Occidente, quedando reservada para las clases populares la producción discográfica industrial. Puesto a elegir entre Chavela Vargas y Shakira, el pueblo siempre se quedará con David Bisbal. De entre todos los procesos de despojamiento a los que ha sido sometida la gente, el de su propia cultura es sólo uno más. Nacidos en patios, burdeles o garitos, el jazz, el tango, el fado y el flamenco encuentran ahora mismo su mejor acomodo en los más sofisticados teatros de las capitales europeas. Caetano Veloso y Chavela Vargas son pasto de las fiestas de Almodóvar; Diego El Cigala actúa para los Polancos; Mariscal y Fernando Trueba hincan sus dientes en el cuello del bolero, Wim Wenders descubre la rueda en Cuba, y Carlos Saura levanta suntuosos platós de colorines para filmar otro episodio de su interminable serie de fadistas en acción. Tampoco el rock and roll se ha librado de la epidemia de abrazos de la boa constrictor: no hay directivo de caja de ahorros que no adore a AC/DC, en tanto se afana en descubrir algún otro grupo aún más bruto. Mientras que al pueblo se le suministra generosas raciones de evasión, sólo quienes pasan la jornada laboral tomando cruciales decisiones en despachos con aire acondicionado están en condiciones de apreciar el quejío de Camarón. Por supuesto, los artistas de estos mundos canallas se han amoldado a la lógica del mercado, de tal forma que el precio de sus entradas es directamente proporcional a sus atormentadas biografías. Hoy en día, Billie Holiday actuaría en la final de la Super Bowl. Ahora bien, la venganza a tanta impostada distinción suele ser terrible: muérete con cientos de canciones y ochenta discos a tus espaldas para que el mundo entero te homenajee en las redes sociales evocando los inmortables ripios que un día te propinó Joaquín Sabina. No cabe más crueldad en un sarcasmo tan pequeño.