En la primavera de 1985, un grupo de estudiantes discutíamos acaloradamente en el patio del Instituto Peñaflorida de Donostia sobre las grandes cuestiones que azotaban el mundo, seguramente, relacionadas con la política o algo así, cuando uno de nosotros señaló una foto fijada en el cristal del edificio y que, al menos en mi recuerdo, mostraba a Springsteen rasgando su guitarra como si se fuera a acabar el mundo. Debía ser un cartel que anunciaba algún viaje organizado al concierto de Bruce en Montpellier. El amigo, sin dejar de señalar al músico desmelenado, dijo: “¿Sabéis que os digo? Que esta es la única verdad, la-ú-ni-ca-pu-ta-ver-dad”, repitió recalcando sílaba a sílaba.
Anoche, volví a acordarme de esta anécdota en la Casa de Cultura de Jareño durante la inauguración de la exposición de Juan G. Andrés ‘Zuzenean’, una selección de fotografías de actuaciones musicales en directo. Hay gente que hace ERE’s y gente que hace fotos y como el mundo sigue siendo un lugar infecto, a veces los unos y los otros coinciden en el espacio y en el tiempo, pero todavía hay clases: así como algunos de los presentes en la sala aún no habían recibido notificación oficial de despido del periódico en el que han trabajado durante siete años -bien porque los encargados de ejecutarlo estaban merendando en su desidia, bien porque en Jareño no hay cobertura-, las fotos llegaban de inmediato a su destino, un lugar inconcreto cuyas coordenadas se sitúan en algún punto entre el cerebro y el corazón.
Las imágenes de Andrés son tan especiales que, tomadas de una en una y de forma aislada, la primera tentación es atribuirlas a un golpe de azar, pero la acumulación de momentos mágicos echa por tierra la teoría y apunta más bien al talentazo. En realidad, los cantantes, guitarristas, trovadores, pianistas, baterías y vocalistas que desfilan delante de su cámara aparecen capturados justo en ese momento de trance en el que se salen de este mundo y nosotros, con ellos. De Jaime Cullum a Neneh Cherry, de Leonard Cohen a Rafa Berrio y de Cindy Lauper a Elvis Costello, todos los retratados se nos muestran -como en el sexo, cada cual a su manera- felices en el país del éxtasis, del que, en mayor o menor medida, todos somos patriotas en exilio. Bob Dylan, por su parte, está sonriendo, lo más cerca del orgasmo colectivo que, a día de hoy, este hombre puede llegar a situarse.
Sí discrepo abiertamente del autor en cuanto a la idoneidad del momento, ensombrecido, sí, por las malas noticias laborales. Pero es justo todo lo contrario: era la noche más propicia. En un atardecer que invitaba a envenenarse con sentimientos de amargura, tristeza y -para qué negarlo- un cierto sentimiento de violenta hostilidad, la belleza de las imágenes nos mantuvo a salvo. Por supuesto que algunos se afanan en depositar su inagotable muestrario de heces por todas partes y siempre habrá quien se las compre, pero las fotografías que nos regalan ese momento de arrebato en el que se difuminan las distancias entre público y artista mantuvieron el aire impoluto. Algunos no irán, ellos se lo pierden.