… no me topo ni una sola vez más con alguien que proclama engolado aquello de “me gusta poder mirarme a la cara en el espejo por las mañanas”. Las melopeas de “honestidad” son las únicas que dejan dolor de cabeza, no al que se las coge, sino a los que las presencian
… nadie vuelve a contarme su exitosa vida como una narración lógica hecha a medias de admirables esfuerzos y bellas casualidades que desembocan en un falso final ejemplarizante: el momento actual.
… consigo llegar al domingo sin que nadie me explique una vez más por dónde pasa el futuro de los medios de comunicación.
… nadie me aclara que es imposible que haya seis millones de parados “porque esto ya habría explotado”.
… logro sortear con éxito la gincana de tipos que se consideran a sí mismo un ejemplo a seguir en la que se ha convertido el mundo. Me refiero a que sé que lo hace con buena intención, pero no necesito que nadie más me cuente de uno que “empezó en un garaje”.
… me puedo permitir el lujazo de atravesar los días sin que me cuenten que de todo esto se sale echándole imaginación, mientras me veo obligado a simular que continúo perfectamente despierto.
… se extinguen los profetas de la autoayuda a base de seguir a pies juntillas sus propios consejos.
… algún aficionado al fútbol reconoce que hubo una ocasión en la que aprendió algo de un entrenador (me refiero a algo sobre fútbol). Y si es en tiempo real, con el entrenador en activo, ni te cuento.
… se admite con absoluta normalidad que la tamborrada es muchas cosas y por encima de todas ellas, una murga, y que esta condición no conspira tanto en contra de que pueda resultar muy emotiva como la insistencia en tocarla de forma ininterrumpida durante 24 horas. No es posible mantener en erección la plaza del pueblo durante un día entero y salir intacto.
… de repente y en medio de todo este guirigay irrumpe alguien en escena y de forma desinteresada confiesa: “Yo, es que no tengo ni idea”.