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Alberto Moyano

El jukebox

Los pelos como palillos – Un relato de ficción

“La tamborrada me produce el mismo efecto que un frigorífico sin escarcha, pero para que no parezca que no siento los colores -expresión cuyo significado último tampoco entiendo en su toda complejidad-, he desarrollado una serie de trucos a fin de pasar desapercibido.

Por ejemplo, he observado con asombro que la fiesta de San Sebastián se vive más intensamente cuanto más lejos te encuentras. La clave es la distancia. De esta forma, si veo una tamborrada por la calle Narrica, me voy de inmediato por San Jerónimo y empiezo a llorar; si la detecto en San Martín, tiro por Arrasate y lloro; y si vienen por todas partes, me encierro en el baño del bar más próximo hasta que se van. Luego tiro de la cadena, mientras me enjuago las lágrimas. Aprovecharé para aclarar que hubo una ocasión en la que lloré durante la interpretación de las inmortales piezas de Sarriegui: fue cuando el Orfeón Donostiarra se subió al tablado para pulverizarlas en modo Castafiore. Uno, que había escuchado con estoicismo su primer disco de habaneras, no pudo por menos que venirse abajo.

Apremiado por las circunstancias sociales, he adoptado todo tipo de artimañas, algunas, bien modestas, tales como salir a la calle pertrechado de cuantos artículos de prensa he podido recortar en torno al inagotable tema de tamborrada incesante y exultante emoción. Si interpretan ‘Diana’, saco un texto de un donostiarra que está en Nueva York, añorando su tierra, lo leo y lloro. Si me veo sorprendido por la insufrible ‘Retreta’, emprendo la lectura de una columna que enfoca toda esta barrila desde un punto de vista antropológico, enlazando barriles y tambores con el ancestral tam-tam del chamán de Praileaitz. Resultado: acabo sollozando. Si me propinan ‘Tatiago’, extraigo de mi bolsillo un artículo con los recuerdos infantiles de un futbolista afincado actualmente en Abu Dabi; y si me atacan con la Tamborrada Primitiva, me sumerjo en el libro de recetas de Martin Berasategi. Y, cómo no, lloro. A veces, mucho. Una vez estuve llorando hasta Caldereros y como me daba pereza recuperar el resuello, continué llorando hasta después de Carnavales, coincidiendo con el inicio de la Cuaresma.

No obstante, a mí me pinchas en un brazo y sangro en blanquiazul por las mismas extrañas razones que si le haces una auditoría al PP te va a salir en negro. Oigo a uno decir que el día más feliz de su vida fue cuando le dieron el Tambor de Oro y me desescombro por dentro, pero bajemos un peldaño más: va otro y dice que el suyo fue este mismo sábado, cuando el pack de victoria de la Real + izada de bandera hizo síntesis en su interior, teletransportándole a un estadio de conciencia más elevado. Entonces, me pongo en alerta amarilla ante el riesgo de desbordamientos.

Me fascina en general toda la liturgia: la conciencia de que existen personas que desinteresadamente difunden el buen nombre de la ciudad por el mundo en cantidades suficientes como para premiar a una cada año; la inexplicable importancia de que sea Gaztelubide quien ostente la izada de forma vitalicia; ídem respecto a la Artesana y la arriada; el desasosiego que el imaginario popular atribuye a las madres cuando llueve durante la tamborrada infantil y el inmenso alivio que se les presupone a los padres; la competición intersociedades en torno al menú de la cena de víspera, así como el motor de dieciséis válvulas que todo tamborrero lleva en su interior a modo de aparato digestivo; y por último, la trascendencia de los discursos de entrega de las medallas de oro, pronunciados con la solemnidad propia de las grandes ocasiones históricas y que a buen seguro serían dignos de una profunda reflexión colectiva si no fuera por la imperiosa necesidad que nos acucia de llegar bien despiertos y en condiciones a la celebración.

La tamborrada, en efecto, es muy emocionante y el hecho de que lo sea a pesar de su innegable condición de murga no hace sino ahondar en el misterio. Sospecho que su éxito radica en su celeridad. Si desbordara el límite de 24 horas, las tonadillas de Sarriegui dejarían de poner los pelos como escarpias para pasar a ponerlos como púas y los sentimientos conmovedores no tardarían en dejar paso a los de aguda exasperación. El ratataplán es un Guantánamo sónico. Cada vez que escucho a alguien balbucear aquello de que ‘esto no se puede expresar con palabras’ comprendo que pruebe a intentarlo mediante el incensante aporreo del tambor, lo cual no quita para que cada año me proponga a mí mismo que el siguiente me pille todo esto en las antípodas, sólo por saber qué es lo que se siente”.

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