Desde que el hijo del carpintero rompiera una lanza desde lo alto de la cruz en pro del perdón a sus verdugos bajo el peregrino argumento de que no sabían lo que hacían, la fórmula ha hecho fortuna con algunas variantes -la principal de todas, su uso en primera persona en beneficio del culpable-, pero manteniéndose en esencia fiel a sí misma. Así, Felipe González no sabía nada de los GAL, ni de la corrupción que la acompañaba, justo se enteró por la prensa. Ana Mato lo ignoraba todo sobre los jaguars, incluso cuando un ejemplar comenzó a pernoctar en su garaje. Rajoy no tenía ni idea del déficit público, más allá de que gran parte del mismo la generaran las comunidades gobernadas por el PP y en Génova nadie oyó hablar jamás de sobres, qué decir de contabilidades en B, C o D.
La ignorancia exige una férrea disciplina porque, al menor descuido, uno acaba enterándose de algo. Sólo de esta forma el rey consiguió mantenerse al margen de la herencia paterna en Suiza y su yerno, de los tejemanejes de su socio, Diego Torres. La señora de Urdangarin logró la proeza de vivir en un palacete de mil millones de las futuras pesetas sin saber nada de pagos, ni de hipotecas mediante el sencillo procedimiento de no hacer preguntas. Y si el matrimonio Urdangarín no sabía nada, cómo iban a saber algo el secretario de las infantas o el asesor legal de su majestad. Lo cual nos devuelve al monarca, que tampoco supo nunca nada, aunque vaya por delante que no lo volverá a hacer, no se sabe muy bien el qué.
Es que no saber es un arte muy celoso que no admite la competencia de otras disciplinas, sean científicas o adivinatorias, como la intuición. Frente al desconocimiento, no hay lugar para sextos sentidos porque los otros cinco se encuentran suspendidos en régimen de moratoria. Rubalcaba no sabía que su partido se encaramaría a la Alcaldía de Ponferrada merced al apoyo de un acosador sexual. ¿Cómo iba a saberlo en el brumoso país cuyas fuerzas de seguridad contratan como instructor a un asesino ultraderechista sin que ni siquiera se enteren sus propios servicios de inteligencia?
A pesar de todo, uno siempre acaba escuchando algo. Por eso, la prístina ignorancia requiere en ocasiones del apoyo de la mala memoria. A donde no llega la inopia, llega el olvido. Esto le permite a Núñez Feijóo navegar a bordo de diversos yates, quién iba a sospechar que uno de ellos fuera propiedad de un contrabandista, ni que éste saltara al gremio del narcotráfico. En ese contexto de prosperidad, hubiera resultado profundamente descortés preguntar por el origen de esa clase de fortuna que da acceso a semejante embarcación. El olvido se extiende a las facturas. “¿Invité yo o me invitaron a mí? Quizás cada uno pagó lo suyo, bien en Picos de Europa, bien en Andorra, ahora mismo no lo recuerdo, pero había nieve”, un dato significativo en este contexto.
Otra característica de la ignorancia es que nunca se está quieta, sino que una vez desatada, pulula arriba y abajo, de derecha a izquierda, barriendo la totalidad del territorio, en todos y cada uno de sus estratos. Zapatero no sabía la magnitud de la crisis, cómo iban a saberlo sus votantes; Rajoy ignoraba las medidas que habría de acometer al frente del Gobierno, malamente podría haberlas incluido en su programa electoral. Griñán no sabía nada del fraude de los ERES, como para saberlo sus simpatizantes. En cuanto a Toni Cantó, es obvio que no sabe. Que nadie se alarme, estamos ante uno de los fundamentos de la democracia, Llegado el momento, la ciudadanía volverá a votar lo mismo echando mano del olvido. En una democracia, la ignorancia no puede ser el privilegio de unos pocos, sino un derecho al alcance de cualquiera. Todos somos un poco Juan Ramón Lucas: vamos por la vida sin saber que ya no nos quedan puntos.