Algunos estados ya han puesto en marcha sofisticados sistemas informáticos que permiten espiar sin límites legales a sus ciudadanos. El resto se dispone a hacerlo. Conexiones a wifi, llamadas telefónicas y baterías de móviles conforman el entramado que podría servir para evitar que el ciudadano se extravíe, pero que se utilizará para impedir que se percate de a qué punto ha llegado. Sin eludir las responsabilidades gubernamentales, convengamos en que nos hemos convertido en la primera generación de esclavos que compraron sus propias cadenas. La excusa es la seguridad. Nadie quiere interferencias y que te asesinen justo cuando te estaban matando, sin duda, lo es. Internet ha convertido “pueblo pequeño, infierno grande” en un refrán aplicable a este planeta llamado Google Earth que todos habitamos.
Sabedor de que desde la sustitución del fijo por el móvil las conversaciones han pasado del ¡¿qué llevas puesto?’ al ‘¿dónde estás?’, el Estado ha perdido todo interés en saber qué decimos: se conforma con determinar desde dónde, durante cuanto tiempo y a qué hora lo hacemos. El resto es hojarasca, por muy duro que para nuestra autoestima resulte encajarlo. La seguridad, entendida como una aspiración del poder compartida por una población persuadida de la necesidad de que se le someta a permanente vigilancia, explica por qué cualquier país desmantelará antes su sistema de pensiones que su Ejército. Estamos aún a la espera de esa directiva europea que ponga el punto de mira de los recortes sobre el gasto militar o las partidas destinadas a la guerra contra las drogas. Compraremos drones para vigilar a ancianos mendicantes.
Sin embargo, basta el más diminuto grano de arena para retrasar el más preciso mecanismo de relojería. Si la señal de nuestro móvil sirve para certificar nuestra presencia a determinada hora en un lugar concreto, también vale para lo contrario. Es imposible que el estuviera en el maratón de Boston si mi portátil prueba que a esa hora me hallaba descargando contenido ilegales en un bar de Wisconsin. En este clima de paranoia, sólo hay que temer el regreso de Sting a las listas de éxitos a lomos del ‘Every breath you take’, elegida mejor canción de 1984 y considerada conmúnmente una canción de amor, aunque se trata de hecho de un siniestro himno al ‘Gran Hermano’. Una vez más, aquello también fue un malentendido. Siempre acabamos enterándonos de todo, pero nunca en tiempo real.