Es posible que nunca antes una txupinera de Bilbao haya alcanzado la proyección mediática de Jone Artola gracias al malhacer de Carlos Urquijo, delegado en el País Vasco de un Gobierno que tiene tantas cosas que explicar. Artola desborda ya las 493.000 referencias en Google y aún estamos a martes. Antes de la irrupción de Urquijo, había que pelearse con Mercedes Milá para soñar siquiera con esos niveles de fama a la que según Andy Warhol todos tenemos derecho en dosis de quince mintuos, pero que el delegado del Gobierno ha disparado hasta un período no inferior a los quince días. En la sociedad del espectáculo, hemos visto ya más veces a Artola bailando que a Uribeetxeberria entrando y saliendo del Hospital Donostia, por poner un ejemplo paradigmático de sobreexposición a los medios.
Si el problema de Artola es que ha ejercido de portavoz de Etxerat habrá qué preguntarse cómo es que Urquijo no ha instado aún a la ilegalización de esta asociación; si se trata de que figuró en listas ilegalizadas, resultará obligado cuestionarse cómo pudo ser pregonero hace dos años Kirmen Uribe -por cierto, tan sólo 450.000 entradas en el buscador de internet pese al Premio Nacional de Narrativa 2009-; si se trataba de evitar una humillación a las víctimas, entonces no quedará más remedio que pedir la dimisión de Urquijo por incompetente y de paso, explicar cómo es posible que un preso con condena firme, dizque Pablo Gorostiaga, ocasione en el mismo efecto en el colectivo que una persona sin antecedentes.
Me pregunto si Artola ya era comparsera cuando pasó a convertirse en familiar de un preso. En rigor, la necesidad de evitar que las víctimas sufran ofensas debería llevarnos a otorgarles el derecho a veto incluso sobre las alineaciones de nuestros equipos de futbol, algunos de cuyos jugadores más aclamados por la transversal afición se han manifestado de forma inequívoca en torno al tema que nos ocupa. En cuanto a los tribunales, en su intento por evitar que las víctimas resultaran humilladas, quizás debieron esperar a ver si efectivamente lo eran para, en su caso, abrir diligencias contra la txupinera, en lugar de homologar a efectos prácticos a una persona sin causas pendientes con un preso convicto.
La presencia de Artola en las fiestas bilbaínas corría el riesgo de pasar desapercibida como la ausencia de Urquijo. Las medidas correctoras introducidas por éste garantizan que no haya cobertura informativa sobre la Aste Nagusia en la que no aparezca la txupinera, mientras el delegado del Gobierno llena páginas desde su despacho alegando que “no tenía más remedio” que impugnar la designación. Resulta inevitable interrogarse sobre si algo de todo esto hubiera acontecido de haber leído Patxi López las obras completas de Artola a la sombra del árbol de Gernika.