El síndrome postvacacional está considerado una falsa enfermedad fruto de la psiquiatrización de la sociedad, pero tan sólo porque está mal formulado en sus términos. La patología no la padece quien regresa de vacaciones, sino quien lleva todo el verano trabajando y con mirada bovina contempla la operación retorno.
Nunca el cartel de ‘Don’t disturb’ estuvo tan justificado, jamás resultó tan estéril. La minuciosa descripción de sus actividades estivales que, uno tras otro, asestan a sus compañeros cada uno de los retornables se remata, a modo de tiro de gracia, con la incesante batería de preguntas en torno a las novedades acontecidas en su ausencia, por lo general, ninguna, hipótesis que no están dispuestos a admitir fácilmente, por lo que conviene tener a punto una nutrida colección de respuestas inventadas, mejor cuanto más inverosímiles.
Para colmo, la incesante perorata postvacacional tiene algo de risas enlatadas y los más desdichados ni siquiera logran disfrazar bajo la fanfarria dialéctica el infernal mes de intensísimo tedio que se acaban de propinar. La desazón se filtra en su discurso y no tiene nada que ver con el hecho de estar encendiendo el ordenador. Este décalage emocional entre lo que debía de haber sido y lo que finalmente fue conduce a la sobreactuación, otro comportamiento disfuncional a consignar en la lista de plagas típicas del primer día laboral de septiembre, íntimamente ligado a ese otro fenómeno que obliga a todo prejubilado a explicar de forma minuciosa hasta qué punto tiene ocupado cada minuto del día desde que abandonó el mundo laboral.
“El infierno son los otros”, sentenció el filósofo. Se saltó la parte del purgatorio, sustentado en idénticos protagonistas. La operación retorno sólo se puede dar por clausurada una vez que la conversación ha alcanzado su estación terminus: “Peor están los que no tienen trabajo”. El síndrome existe; lo postvacacional, también; únicamente se había identificado erróneamente a los grupos de riesgo.