James Bond, agente de Inteligencia al servicio de su majestad, de su alteza, de los duques de Palma, de la duquesa de Lugo, de Corinna y de Revenga, llega a San Sebastián en el curso de una peligrosa misión: descubrir si un magnate melómano planea dominar el mundo.
Escena 1: inmediaciones de la Parte Vieja. Bond conduce su Aston Martin. El parking de Oquendo está lleno, al igual que el del Boulevard. Necesita imperiosamente comprar tabaco. Divisa un estanco y se dirige hacia el establecimiento. Aparca en segunda fila, más bien lo intenta, porque de inmediato empieza a sonar el claxon de una furgoneta: “¿Pero no ves que es zona de carga y descarga? Anda, sal de ahí que te arreo…”, le grita un operario. Bond continúa conduciendo y al final encuentra un lugar para aparcar. Mala suerte: es zona OTA. Busca una máquina y la localiza a 400 metros. No tiene cambio. Entra un bar, le dicen que si quiere monedas tiene que consumir, pide un café. Sale a la calle, se pelea con la máquina, mientras, a lo lejos, una grúa se lleva el Aston Martin.
Escena 2: Miraconcha. Bond acude a su cita con el sospechoso magnate y con su habitual sutileza le interroga. “¿Dominar el mundo? Quizás cuando desaparezcan los sindicatos… No, sinceramente, bastante tengo con la empresa. Esto está imposible. No hay pedidos, andamos con lo del ERE a vueltas… Creo que no tendría tiempo. ¡Dominar el mundo! Si nos tienen asados a impuestos. ¿Quién se cree que crea riqueza, eh? ¿Quién? ¿Y el empleo? ¿Quién se ocupa aquí de crear empleo? Los políticos? Y una mierd…” Visto el cariz que está tomando la conversación, Bond decide marcharse. Antes de hacerlo, aún tiene tiempo de escuchar “el día menos pensado cojo todo, lo cierro y me largo con mi familia, pandilla de ingratos”.
Escena 3: Paseo de La Concha. Bajo los tamarindos, nuestro hombre pasea un rato antes de asomarse a la barandilla. La suave luz de la mañana baña los cuerpos bronceados en la arena. Bond fuma distraídamente, con la mirada perdida en el horizonte del mar. De repente, una crituatura emerge en orilla. Lleva un diminuto biquini. Es la duquesa de Alba. Bond decide llamar a Moneypenny para ver si alguien le ha dejado algún recado.
Escena 4: mediodía, en la Fermín Calbetón. 007 decide hacer uso de su licencia para matar el apetito y se va de pintxos. En las barras, se ve obligado a emplear todos sus conocimientos en artes marciales para abrirse paso entre las hordas de turistas franceses. Disfruta a fondo de la gastronomía donostiarra. Al cabo de 30 minutos, recibe en su móvil un mensaje del MI-5: “Agotado el saldo mensual disponible para dietas”. Aún tiene hambre, pero decide retirarse.
Escena 5: sobremesa en el interior del típico establecimiento hostelero donostiarra. “Camarero, si es tan amable, un dry martini. Agitado, no revuelto”, a lo que el camarero replica: “A ver, ¿de quién es el bar? ¿Mío o suyo? Pues ya está, te lo pongo como pueda y si no te gusta, ya sabes, puerta”. Y añade: “¡Agitado, no revuelto, dice el tío pijo… Lo que faltaba. Tengo a la camarera de baja, estamos dos para atender la barra y la terraza, y el tío pijo este me viene con agitado, no revuelto”. A los diez minutos le sirve el cóctel: “Aquí, tienes, en vaso de plástico, por listillo. Y si quieres fumar, a la terraza. Son doce euros, si es tan amable”. Bond abona la consumición, pero antes de marcharse, entra en los servicios, saca el último invento de Q -un rotulador con tinta imborrable- dibuja unos genitales masculinos en la pared y escribe”tonto el que lo lea”, así como otras compendios de la sabiduría popular. Con mirada retadora y una enigmática sonrisa en los labios, abandona el local.
Escena 6: Bond decide jugar a la ruleta en el casino de la ciudad, pero acaba en un bingo de barrio. Allí mantiene una fuerte disputa con un grupo de señoras de mediana edad, que insisten en que les devuelva “su cartón de la suerte”. Al final, decide ceder. “Gracias, majo. Es que hoy tengo un pálpito de que van a salir estas bolas “, se explica la señora que parece llevar la voz cantante en el grupo. 007 se retira del local a los diez minutos, con 90 euros menos en su bolsillo.
Escena 7: El agente da un paso por la ciudad, admira su belleza y asiste a la puesta de sol. Decide que ha llegado la hora de cenar. En su blackberry, examina la lista de restaurantes, repasa sus cartas, analiza su bodega de vinos y, finalmente, sibarita incorregible de exquisitos gustos, se decide por el mejor. Sube a un taxi y da la dirección. Llega al restaurante. Entra y hace un gesto inequívoco al maître: “Lo siento mucho, acabamos de cerrar la cocina”. Sale del establecimiento. El taxi ya se ha marchado.
Escena 8: interior de una discoteca. La pista está prácticamente vacía y en la barra sólo hay dos trotonas. Bond decide sacar a relucir sus armas de seducción. “Buenas noches, ¿nos hemos visto antes? ¿Nos conocemos? Su rostros me suenan y nunca olvido una cara. Soy agente secreto en misión especial y me preguntaba si me permitirían invitarles a una copa”. “O sea, tío, ¿de qué vas? Ya te vale, ¿no? Uuuy, mira, Vane, creo que ha entrado Xabi Prieto…”
Escena 9: interior de la habitación del hotel. Bond fuma un cigarrillo, recostado en la cama, mientras repasa los acontecimientos del día y pone en orden sus pensamientos. En la tele, un programa de teletienda. Decide llamar a M: “Oye, ¿seguro que no hay ninguna pista que conduzca a, qué sé, yo, El Caribe, las Maldivas, Río de Janeiro? (…) No, vale, vale… no he dicho nada, era sólo una pregunta. Sí, señor. Le llamo mañana”. Apaga la luz y se dispone a dormir.
Fundido en negro.