Cuesta calibrar los niveles de tedio que por fuerza tuvo que alcanzar Rajoy durante su último encuentro secreto con Urkullu, un hombre que, por otra parte, siempre parece estar pensando en otras cosas cuando habla. La Moncloa fue testigo del duelo entre dos líderes políticos que rivalizan en hieratismo con las estatuas vivientes de las Ramblas. Quienes plantearon el conflicto vasco -ausentes en la cita- en términos bélicos deberían asumir que por costumbre el final de las guerras no los decreta los que las pierden, sino los que las ganan. Si en la política penitenciaria del Gobierno hay trazas de venganza es tan sólo en términos vicarios ya que Rajoy carece de autonomía en este terreno y en política al menos, los intereses tienden a suplir a los principios por férreos que éstos sean. En otras palabras: Rajoy no cambiará la situación de los presos porque no hay razón alguna para hacerlo: cambiándola no tiene nada que ganar y manteniéndola no tiene nada que perder. La ecuación da como resultado cero, es decir, la inacción, territorio Mariano por excelencia. “Soy metálico en el jardín botánico”, canturrearía Rajoy mientras se atilda las uñas con la esquina de los folios entregados por Urkullu. Por encima de solucionar conflictos, la primera obligación de todo político es no perder las elecciones y sólo a partir de ahí, la segunda es ganarlas. Todo esto no significa que los esfuerzos y la dedicación con los que el lehendakari se aplica a la confección de documentos y a la concertación de citas discretas vayan a caer en saco roto. Los viejos pioneros de Hollywood ya demostraron que cuando todo permanece quieto, basta con colocar las figuras estáticas sobre un pantalla con imágenes en movimiento para que el espectador perciba que está presenciando una trepidante galopada.