Con noventa discos a sus espaldas, se muere Chavela Vargas y la despedimos evocando los ripios que le dedicó Sabina. Fallece Paco de Lucía y el desgarro colectivo alcanza tales niveles que hasta TVE emite nada menos que ‘Camarón’.  Se muere Leopoldo María Panero  y las campanadas fúnebres  invitan a revisitar una película o su secuela. Desde que la cultura se convirtió en una sección del área de bolsos y complementos, empiezo a sospechar que uno elige a su artista favorito en función de que vaya a juego con la moqueta. Si fallece un escritor le evocamos a través del actor que le dio vida en el biopic de turno; si el finado es un cineasta, le recordamos por aquella inmortal banda sonora; si es un músico, por los versos que le dedicaron; y si es un pintor, por aquel documental.  Desconcierta este contraste entre el palmario desinterés por  la poesía y el flamenco y los picos de fervor hacia poetas y guitarristas, todo esto en un mundo del que desaparecieron las tiendas de discos, como prólogo a lo que sucederá con cines y librerías. Y así, me pregunto hasta qué punto no vivimos inmersos en un ‘selfie’ infinito en el que lo único que cambia son las mortajas de los difuntos que, a modo de atrezzo, nos colocamos al servicio de nuestra belleza interior. Lamento ser portador de malas noticias, pero tal y como acreditará cualquier editor, el público lector de poesía hace mucho que no existe, lo que por otra parte no quita para que en momentos puntuales se consagre como personaje de ficción. Y a partir de ahí, empieza la impostura.