Cada mañana me levanto de la cama con la secreta esperanza de que ‘Ocho apellidos vascos’ haya superado en números de espectadores y recaudación a la estrepitosa ‘Lo imposible’ y, de paso, se haya encaramado a lo más alto de las listas elaboradas en función de todas las variables posibles. El motivo es que no veo otra forma de que remita el aparataje analítico que día a día genera la película de Martínez-Lázaro, a estas alturas poseedora de un corpus teórico que para sí quisiera Coppola con su integral de ‘El Padrino’.
Jamás he conocido los ocho apellidos de ninguna persona, incluida la primera del singular. A partir del quinto me pierdo y, en cualquier caso, me liaría con el orden, bastante tengo con los nueve dígitos del número del móvil, auténticos depositarios de la identidad individual y en mi caso al menos, eterna asignatura pendiente. El motivo radica en que las familias felices se parecen, las desdichadas lo son cada una a su manera, y las unas y las otras me interesan cero. Por otra parte, cualquiera que tenga ocho apellidos de un mismo tipo, sea éste el que sea, resulta inmediatamente sospechoso de endogamia y, por lo tanto, de alteraciones en los cromosomas, véase Borbón y Borbón o el listín telefónico que le hace las veces de DNI a la duquesa de Alba.
A un mes del estreno de la película, quién está en condiciones de encajar otro reportaje sobre ‘cómo nos ven’, resultando irrelevante en la frase quiénes son ellos y quiénes nosotros. Intuyo que lo fundamental en la frase estriba en que nos ven, oh, vanidad. No niego que todo el mundo tenga derecho a un cuarto de hora de fama, pero cuatro semanas y subiendo, más que un derecho, parecen una condena.