Nunca han pedido perdón, jamás se han arrepentido, en la vida han mostrado la más mínima intención de reparar a sus víctimas y ni por una sola vez se les ha pasado por la cabeza colaborar con la Justicia en el esclarecimiento de algunos crímenes cuya existencia, por otra parte, ni siquiera se ha reconocido oficialmente. No han sido recibidos como héroes por sus vecinos por la sencilla razón de que nunca se fueron, pero qué más da, porque quién eligiría ser héroe pudiendo aspirar a prócer o capitán de empresa. Han prosperado socialmente en medio de un clima de silencio impuesto por un machacante relato que, a la luz de los hechos, resulta ininteligible. Nadie ha hablado mal de ellos a sus espaldas porque siempre las han tenido bien guardadas y en cuanto a sus vecinos, durante años les han tejido una red de complicidad que desalojaba cualquier posibilidad de hacerse preguntas. No se han perdido una fiesta, un ágape, un acto social, excepto cuando les desbordaban las invitaciones y en las fotos siempre aparecen intercambiándose palmadas en la espalda con alguien. No tuvieron que integrarse en una España muy diferente a la que dejaron porque, sencillamente, no la dejaron: se la quedaron y el resultado fue en buena medida un invento de ellos, de ahí que aparezcan incrustados en sus estructuras. Éste es el retrato de una sociedad profundamente enferma que, a diferencia de la vasca, permanece aún sin diagnosticar y no por su carácter especialmente silente, sino merced a un voluntarioso ejercicio de ceguera colectiva.
Lo que sucede es que aquí durante años se ha hecho pasar lo anormal por normal y se ha confundido lo habitual por lo moral. Una jueza argentina ha roto el embrujo al encausar a 21 cargos franquistas cuyas causas no admiten mucho margen de defensa. Lo peor que les podría pasar a los acusados es afrontar un juicio justo, pero esto no va a suceder. El hecho de que los juicios no se vayan a celebrar no borrará sus firmas al pie de página en las condenas de muerte. Es imposible juzgar a Martín Villa sin sentar en el banquillo a la Transición española al completo. Alguien debería admitir que “matar estuvo mal”. Hasta entonces quedamos a la espera de la sanción social del vecindario español al que deseamos una pronta recuperación que, por otro lado, no se llegará hasta que asuma que durante décadas en sus estrañas ha anidado la insolvencia moral que le inhabilita para impartir lecciones en materia democrática.