Quiere la casualidad que hoy, 70 aniversario de la liberación de Auschwitz, palabras como ‘Alemania’, ‘Grecia’ e ‘impago de la deuda’ vuelvan a aparecer unidas en una misma frase. El antecedente más remoto de esta historia de desencuentros económicos se remonta a 1943 y constituyó un caso único en el funcionamiento de la máquina de exterminio de los judíos durante la II Guerra Mundial.
La deportación desde todos los puntos de Europa a Auswchitz, Treblinka, Belzec, Sobibor, etcétera se llevó a cabo de acuerdo con los más modernos procedimientos aplicados al turismo de masas. Esto es: cada judío deportado pagó su propio viaje. Como es habitual en cualquier viaje, el precio del billete se calculaba en función del número de kilómetros que separaban el lugar de origen del de destino. Los adultos pagaban una tarifa, los niños de hasta diez años lo hacían a mitad de precio y los menores de cuatro años viajaban gratis. Por razones evidentes, sólo se abonaba el trayecto de ida. También funcionaban los descuentos por grupo: si el convoy superaba las 400 personas se aplicaban las tarifas charter. Todo esto lo organizaba la Reichsbahn, la compañía de ferrocarriles alemana de la época, y lo pagaba el organismo deportador que, según el caso, podría ser el Ejército alemán, la Gestapo o la oficina de Eichmann, siempre a partir de los fondos y bienes decomisados a los judíos porque nunca hubo presupuesto para la ‘solución final’. De la facturación y la billetería se encargaba la Agencia de Viajes de Europa Central. Es decir, se utilizaban las mismas oficinas, la misma facturación y el mismo procedimiento para enviar a unas gentes a la cámara de gas que para enviar a otras de vacaciones. El principio de pago era el que siguió vigente en el mundo tras la guerra: se pagaba el precio de los billetes en la moneda del país de origen, pero se abona una cantidad a los ferrocarriles de cada uno de los países que se atravesaba en su propia moneda.
El de los 46.000 judíos de Salónica, deportados a Auschwitz entre el 20 de marzo y el 18 de agosto de 1943, constituye un caso único en toda la guerra. Dados su elevado número y la larga distancia a cubrir, el coste total de su traslado al campo de exterminio ascendía a casi dos millones de Reichsmarks y aunque los fondos incautados a los judíos sumaban 280 millones de dracmas -unos 3,5 millones de Reichsmarks-, el ocupante alemán no encontró la forma de cambiar esa cifra en moneda griega a su equivalente en divisa alemana (apenas había exportaciones del Reich al país heleno), la única que aceptaba la Reichbahn. Finalmente, las deportaciones se llevaron a cabo y solamente el 2% de los judíos de Salónica sobrevivió a la guerra, pero en un caso que no volvió a repetirse en otro país, las autoridades alemanas no pagaron los convoyes: ni a los Ferrocarriles Estatables Griegos, empresa encargada de proporcionar los trenes y de abonar su cuota al resto de los países involucrados en el viaje (Serbia y Croacia), ni a la propia Reichsbahn. Por supuesto, la compañía de ferrocarriles alemana, que trabajaba a crédito, protestó, pero el Quartermaster general del Ejército alemán zanjó el asunto al dictaminar que la Wehrmacht estaba exenta de cualquier obligación económica. Por una vez, la perfecta maquinaria de exterminio nazi sufrió una ‘rotura’ del sistema: los transportes de Salónica a Auschwitz se llevaron a cabo sin compensación.